NAZIS, PALESTINOS, JUDÍOS E INGLESES

Robert Fisk


En una esquina del «cementerio de los mártires» palestinos de Beirut oeste, rodeada por las tumbas de guerrilleros palestinos y soldados sirios que cayeron víctimas de la invasión del Líbano de 1982 llevada a cabo por Israel, se alza una bomba, cercada por un muro de hormigón barato. Hay un ramo de flores marchitas sobre la losa de mármol, descascarillada por culpa de la metralla y un poco dañada en la base, como si alguien hubiera intentado entrar en la cripta. Pero aún se puede leer la inscripción árabe de la losa:

La tumba de el gran muftí Al Hach Mohamed Amin al Huseini, jefe del Alto Comité Árabe Palestino, presidente del Consejo Musulmán Supremo. Nacido en Jerusalén en 1897. Fallecido en Beirut el 4 de julio de 1974.

Las fotografías que se publicaron ese verano en el número conmemorativo de Palestine, la revista trimestral que hach Amin fundó más de una década antes, mostraban a los dolientes junto a las tumbas, menos de un año antes del inicio de la guerra civil libanesa. Chafiq al Hut, el embajador en Beirut de la Organización por la Liberación de Palestina, y un puñado de antiguos primeros ministros libaneses se pueden ver junto a Hassan Jaled, el gran muftí libanés; y a su izquierda, la figura de Yasir Arafat, con los ojos ocultos tras las gafas de sol, la habitual kefia sobre su cara joven pero aun así inconfundible, y un pañuelo sobre la boca.

Las fotografías de archivo del mismo número muestran al gran muftí —el jefe religioso supremo y el dirigente musulmán elegido más importante de Palestina— sentado con orgullo entre los guerrilleros palestinos durante la revuelta árabe de 1936 contra el dominio británico en Palestina y, ataviado con unas vestiduras con flecos dorados, junto al delegado palestino de la Liga de las Naciones de Ginebra. Es un hombre alto con unos ojos anchos y serios y una barba recortada con sumo cuidado, que desprende, incluso en las fotografías antiguas, parte del carisma del que aún hablan sus partidarios. Aquellos que lo conocieron resaltan sus ojos de un azul intenso fuera de lo común

Sin embargo, existen otras fotografías de archivo que Palestine decidió no publicar, unas imágenes mucho más perturbadoras que las de la última despedida de un hombre que fue descrito en su funeral como «jeque de los rebeldes, imam de los palestinos». Estas instantáneas muestran a hach Amin sentado en un sillón con el respaldo alto, ataviado con un turbante y vestiduras negras, escuchando atentamente a un hombre con el pelo corto y un bigote de cepillo que lleva una guerrera, un hombre que gesticula con la mano izquierda. En la manga izquierda de Adolf Hitler hay un águila alemana que sujeta una esvástica. El lugar es Berlín, la fecha, el 28 de noviembre de 1941. Hay otras fotografías de la época: de hach Amin en los mítines nazis de Berlín, de hach Amin saludado por Heinrich Himmler, de hach Amin con la mano derecha alzada en saludo nazi, pasando revista a los musulmanes bosnios recién reclutados que acababan de unirse a la Wehrmacht.


Tal vez no sorprenda que más de treinta años después de su muerte, el simple nombre de hach Amin al Huseini, gran muftí de Jerusalén, todavía despierte grandes pasiones y odios entre palestinos e israelíes. Basta con recordar la dedicación con la que reivindicó la causa de la Palestina árabe, su negativa a comprometerse cuando el gobierno del protectorado británico exigió la partición de su patria, y los israelíes le echarán a uno en cara por qué no condena a hach Amin por criminal de guerra nazi, que es como aún lo ven hoy en día en el monumento del Holocausto en Yad Vashem, al oeste de Jerusalén. Si uno examina los motivos de su flirteo con Hitler y cuestiona aquello a lo que los palestinos se refieren a veces con cierta incomodidad como el «período alemán» de hach Amin, los palestinos preguntarán por qué apoya uno la campaña de calumnias «sionistas» contra la memoria de aquel anciano. El mero hecho de hablar sobre su vida supone quedar atrapado en una guerra de propaganda árabe-israelí. Realizar un juicio imparcial de la carrera de ese hombre —u obtener una opinión objetiva de la historia del conflicto árabe-israelí— es como intentar montar en dos bicicletas a la vez. «Mi consejo es que escribas sobre hach Amin cuando te jubiles —me advirtió uno de sus antiguos compañeros cuando le pregunté por sus recuerdos del gran muflí—. Podría ser peligroso para ti que escribieras una biografía sobre él».

Sin lugar a dudas, el nombre de hach Amin apenas apareció en los discursos de Yasir Arafat durante el último cuarto del siglo XX, y no sólo debido a su cooperación con los nazis. Mientras se relajaba en un jardín de Beirut en julio de 1994, el erudito palestino Edward Said me sugirió otro motivo de esta reticencia. «Yo estaba sentado con Arafat en 1985, cuando me puso la mano en la rodilla y me la apretó con fuerza. Me dijo: “Edward, si tengo clara una cosa, es que no quiero ser como hach Amin. Él siempre tuvo razón, y al final se quedó sin nada y murió en el exilio”». Pero en 1990, Arafat siguió un destino parecido. Del mismo modo que hach Amin viajó a Bagdad y luego a Berlín —creyendo que Hitler podría garantizar la independencia de Palestina del gobierno británico y de la inmigración judía—, el jefe de la OLP también viajó a Bagdad para abrazar a Sadam Husein después de la invasión de Kuwait, convencido por la promesa de Husein de «liberar» la tierra que él llamaba Palestina. No es de extrañar, tal vez, que el fantasma de hach Amin les provocara un escalofrío a los viejos miembros de la OLP. En 1948, el gran muftí de Jerusalén incluso creó un efímero gobierno palestino en lo que quedaba de su país que, al igual que el exiguo gobierno de Arafat, se reunía en un sórdido hotel de Gaza.

Los hechos de la vida de hach Amin están bien documentados. Nacido en Jerusalén en los últimos años del imperio otomano en una familia cuyo árbol genealógico llegaba hasta el Profeta, fue educado en escuelas islámicas y en la Universidad Al Azhar de El Cairo antes de servir, durante un breve período de tiempo, como oficial del ejército turco durante la Primera Guerra Mundial, la guerra en que los británicos hicieron sus dos promesas contrapuestas. A los árabes les prometieron independencia a cambio de una alianza árabe contra los turcos. A los judíos, lord Balfour les prometió el apoyo británico a una nación judía en la Palestina de mayoría árabe. Debido a estas traiciones hach Amin se convirtió en un nacionalista árabe y en un opositor inflexible a la inmigración judía hacia Palestina.

Culpado por incitar a la violencia contra los judíos y los británicos en 1920, hach Amin huyó a Transjordania y luego a Damasco, donde lo ensalzaron como héroe nacional. Por irónico que parezca, fueron los británicos, impresionados por la posición de su familia y su reputación nacionalista entre los palestinos árabes, quienes maquinaron su elección para el cargo de gran muftí. Hach Amin se encargó de internacionalizar rápidamente la cuestión palestina entre las naciones musulmanas y se aseguró la elección para el Consejo Musulmán Supremo de reciente creación, que controlaba las donaciones, los tribunales y las instituciones religiosas musulmanas. Huelga decir que sólo fue uno de los muchos árabes que recibió los favores de las potencias occidentales, y que luego fue demonizado cuando ya dejó de seguir sus políticas.

Al igual que el rey Husein de Jordania en 1992, hach Amin se embarcó en un proyecto para restaurar las mezquitas de la Cúpula de la Roca y de Al Aqsa de Jerusalén, una empresa que le granjeó una inmensa popularidad en las grandes zonas rurales de Palestina. «Sus principales fuentes de poder eran los imames, las mezquitas y los aldeanos —recordó Chafiq al Hut—. Los árabes de las ciudades estaban a favor de los ingleses. Para nosotros los legos, los alcaldes de las ciudades eran unos traidores porque estaban en contra de hach Amin». En agosto de 1928, los discursos pronunciados por hach Amin y otros jefes musulmanes ante los ciudadanos árabes provocaron unos disturbios en los que sesenta judíos fueron asesinados en Hebrón.

Entre los oponentes de hach Amin estaba Raguib al Nashashibi, el alcalde de Jerusalén, uno de los muchos palestinos que fue incapaz de aceptar a un hombre que nunca, jamás, transigía. En 1930, los británicos parecían preparados para restringir la inmigración judía y la compra de tierras en Palestina. Pero cuando hach Amin insistió también en la creación de un «gobierno nacional» árabe, los británicos perdieron interés. Cuando los británicos detuvieron a los principales nacionalistas palestinos durante la revuelta árabe de 1936-1939, hach Amin huyó en secreto al Líbano. Poco antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, los británicos, que volvían a mostrarse bien dispuestos en relación a la causa árabe, convocaron una mesa redonda árabe para tratar el tema de Palestina. Hach Amin —a quien los británicos le impidieron asistir a las conversaciones— insistió en que Gran Bretaña «dejara de intentar construir una patria para los judíos y que le diera la independencia a Palestina». La conferencia fue un fracaso. Un posterior libro blanco británico acordó dejar a un lado la promesa de Balfour a los judíos y les ofrecía un Estado de mayoría árabe en el plazo de diez años. Hach Amin volvió a rechazar lo que Malcolm MacDonald, el secretario colonial británico, llamó una «oportunidad de oro». Posteriormente, Arafat sería acusado de una intransigencia casi idéntica cuando no acató los deseos israelíes ni estadounidenses.

Hach Amin, que temía que lo arrestaran en el Líbano del protectorado francés, volvió a huir, esta vez a Iraq, donde fue recibido como un héroe palestino y rompió rápidamente su promesa al primer ministro Nuri es Said de no entrometerse en la política nacional. Amin creía que una victoria británica condenaría a Palestina, por lo que apoyó a Rashid al Gaylani, pro Eje, como sucesor de Said y le escribió una carta larga y furiosa a Hitler, en la que resumía la grave situación de los palestinos árabes frente a lo que él llamaba «la judería mundial, este peligroso enemigo cuyas armas secretas —las finanzas, la corrupción y la intriga— están alineadas con las dagas británicas» y acababa deseándole a Hitler una «victoria magnífica y prosperidad para el gran pueblo alemán…».

Nadim Dimeshkieh, más tarde embajador del Líbano en las Naciones Unidas, era profesor en Bagdad en la época y visitaba con frecuencia a hach Amin. «Supongo que fue un gran error que se involucrara en la política iraquí —recordó Dimeshkieh más de medio siglo más tarde—. La gente con la que se relacionaba era insensata e irresponsable. Pero ¿a quién iba a acudir? ¿A los Estados Unidos? ¿A Gran Bretaña? Esperaba que Iraq apoyara a Alemania y que esto pusiera a los árabes en una mejor posición de negociación con respecto a Palestina cuando la guerra acabara con la victoria de Hitler. Hach Amin no hacía más que decirnos: “Bueno, esperemos que Alemania no pierda la guerra”».

Cuando Gran Bretaña invadió Iraq en 1941, hach Amin intentó organizar una brigada de palestinos que vivían en Iraq para que lucharan junto con los iraquíes; hubo algunos elementos de esta organización que fueron a Abu Ghraib a enfrentarse a las fuerzas invasoras, pero entonces descubrieron que los iraquíes ya se habían venido abajo. De forma que hach Amin huyó de nuevo, esta vez a Irán, donde solicitó asilo político en Afganistán. Pero rechazó el permiso de Kabul para cruzar la frontera y dio el fatal y definitivo paso político de escapar por Turquía hacia la Europa del Eje. Fue entonces cuando hach Amin se convirtió, a ojos de los palestinos, en un rehén de la historia, en un hombre obligado por el patriotismo a acudir al único aliado que tenía a su disposición. Para los supervivientes del Holocausto judío, y para los judíos de todo el mundo, su acto fue imperdonable.

A mediados de la década de 1990, el único superviviente de aquel mundo invernadero que era la sociedad árabe que vivía en Berlín durante la guerra era Wasef Kamal, de ochenta y siete años, que había sido partidario de hach Amin en Bagdad y había llegado por su cuenta hasta la Alemania nazi a través de la Siria de Vichy, Turquía y Bulgaria en 1941. «La mayoría de los palestinos y árabes de Alemania se reunieron en torno a hach Amin y Rashid al Gaylani, que también había llegado a Berlín», recordó ante mí en 1994:

La mayoría de ellos preferían al gran muftí. Yo me convertí en uno de sus principales ayudantes en Berlín y decidimos crear una organización, la «Sociedad de Estudiantes Árabes de Alemania». Hach Amin estaba considerado casi un jefe de Estado por los gobiernos alemán e italiano. Existía un acuerdo según el cual los gobiernos del Eje les concederían unos préstamos temporales a hach Amin y a Rashid [al Gaylani], que deberían devolver los Estados árabes recién formados tras una victoria del Eje. Los dos hombres recibían un sueldo. A mí me trataban como a un refugiado, pero recibíamos unas raciones que eran cuatro veces más grandes que las de los ciudadanos alemanes y nos trataban muy bien. Pero todos los esfuerzos de hach Amin y Rashid para convencer a Hitler y Mussolini de alcanzar un acuerdo con los jefes árabes que garantizara un futuro Estado árabe independiente y la destrucción de la «patria» sionista fracasaron. Lo único que decían en la radio alemana era: «Estamos con el pueblo árabe y a favor de su independencia». Pero nunca aceptaron firmar un tratado formal.

Cuando hach Amin se reunió por fin con Hitler en noviembre de 1941, el gran muftí logró un acuerdo verbal del Führer según el cual «cuando nosotros [Alemania] lleguemos al sur del Cáucaso, entonces habrá llegado el momento de la liberación de los árabes; y puedes confiar en mi palabra». Dejando a un lado el hecho de que la «palabra» de Hitler a menudo no era más que una mentira, hach Amin dejó constancia de que Hitler insistió en que el «problema» judío se resolvería «paso a paso» y que él, hach Amin, sería el «jefe de los árabes». Pero Hitler se negó públicamente a reconocer la reivindicación de independencia de los Estados árabes, en parte porque Mussolini no pensaba perder su colonia de Libia.

Wassef Kamal recordó:
No alcanzamos ningún acuerdo, así que llegamos a la conclusión de que estábamos más o menos obligados a trabajar para el Eje. Cuando Rommel empezó a ganar batallas en Libia y estaba a punto de entrar en Egipto, los alemanes vinieron a vernos y creían que el Eje vencería en Oriente Próximo. Hitler y Mussolini se acercaron a hach Amin y a Rashid y les dijeron: «Nuestros ejércitos están a punto de entrar en Egipto y también en Iraq por el Cáucaso. Rashid, tú entrarás con nuestros ejércitos por Rusia, hach Amin, tú irás con el ejército italiano por Egipto hacia Palestina». Hach Amin nos reunió y nos dijo: «Preparaos, coged los uniformes militares y estad listos para entrar en Egipto conmigo». Pero yo le respondí: «Su Eminencia, en el pasado el jerife Husein [cabecilla de la revuelta árabe de 1916 contra los turcos] tenía un tratado con los británicos y, a pesar de este tratado, los británicos nos traicionaron con el acuerdo secreto [Sykes-Picot] con Francia. Y ahora —le dije—, ni tan siquiera tenemos un tratado con esta gente. ¿Cómo podemos unirnos a ellos cuando no tenemos nada en las manos? Yo no pienso hacerlo. No quiero ser parte de esto». Tres o cuatro hombres más se mostraron de acuerdo conmigo, pero hach Amin empezó a prepararse para entrar en Egipto por Libia. Sin embargo, el Eje empezó a perder muy lentamente.

Por aquel entonces hach Amin empezó a trabajar con entusiasmo para la maquinaria de propaganda nazi. Más tarde, los árabes tendrían grandes dificultades y sufrirían el bochorno de explicar estas acciones. En su biografía de hach Amin, Taysir Jbara sólo dedica cuatro páginas a su colaboración con los nazis, bajo el anémico título de «El muftí en Europa», argumentando que hach Amin tenía tanto derecho a colaborar para salvar su patria palestina de los británicos y los inmigrantes judíos, como los sionistas de colaborar con Alemania para salvar vidas judías. Los israelíes exageraron a veces esta colaboración para retratarlo como un criminal de guerra. Y se puede alegar que un hombre puede pactar con el diablo. Dos de los antiguos camaradas de hach Amin me repitieron ese cansino, e irritante, proverbio árabe que dice «El enemigo de mi enemigo es mi amigo». Churchill se alió de buena gana con uno de los dictadores más sanguinarios del siglo XX, Iósif Stalin, y transformó al monstruo en el «tío Joe» hasta la derrota de Alemania. La milicia falangista libanesa, fundada en 1936 después de que su jefe se inspirara en la «disciplina» de la Alemania nazi, actuó como aliada de la milicia de Israel en 1982. Anuar el Sadat trabajó como espía para Rommel, aunque en los últimos años se convirtió en el niño mimado de Occidente, pero no de Egipto, por alcanzar la paz con Israel. Y es cierto que el principal objetivo de hach Amin era obtener la independencia de Palestina tras una victoria alemana y, mientras tanto, impedir que los judíos se trasladaran a Palestina.

Entre la maldad del Holocausto, la posición moral de hach Amin parece insostenible. En los archivos del Servicio de Escucha de la BBC del período de guerra, existen una serie de transcripciones de las emisoras de radio nazis que lanzan una oscura sombra sobre todos los preceptos morales que hach Amin pudiera haber afirmado tener. Aparece, por ejemplo, pronunciando un discurso en el salón de actos de la Luftwaffe en Berlín, el 2 de noviembre de 1943: «Los alemanes saben cómo librarse de los judíos… Sin duda, han resulto el problema de los judíos». Y en Radio Berlín, el 1 de marzo de 1944: «Los árabes se alzan como un hombre y luchan por vuestros derechos sagrados. Matad a los judíos allí donde los encontréis. Esto satisfará a Dios, a la historia y a la religión». El 21 de enero de ese año, hach Amin había visitado el estado fascista de Croacia de Ante Pavelic, que incluía la Bosnia de hoy en día, donde se dirigió a los reclutas musulmanes de las SS con estas palabras, que tanto contrastaban con los sentimientos expresados en sus memorias de posguerra: «También existen considerables similitudes entre los principios islámicos y el nacionalsocialismo, concretamente en la afirmación de lucha y hermandad… en la idea de orden».

Incluso desempeñó un papel importante en el fomento del odio entre los musulmanes bosnios y la fuerza partisana, en gran parte formada por serbios, que luchaba contra los alemanes en Yugoslavia, una ira que volvió a estallar en las atrocidades de 1992. El 26 de mayo de 1944, el Servicio de Escucha de la BBC grabó a hach Amin describiendo a Tito como «un amigo de los judíos y un enemigo del Profeta». En 1943 recibió de Heinrich Himmler, el arquitecto del Holocausto, un telegrama en el que le recordaba que «el Partido Nacionalsocialista había inscrito en su bandera “la exterminación del mundo judío”. Nuestro partido simpatiza con la lucha de los árabes, sobre todo con los árabes de Palestina, contra los judíos extranjeros». Más tarde Radio Berlín informó que hach Amin había «llegado a Francfort con la intención de visitar el Instituto de Investigación sobre el problema judío».

¿Conocía hach Amin la existencia del Holocausto judío? Según su biógrafo más meticuloso, Zvi Elpeleg —un antiguo gobernador militar israelí de Gaza que es respetado como historiador incluso por los familiares aún vivos de hach Amin— «sus contactos próximos y frecuentes con los jefes del régimen nazi no pudieron dejar a hach Amin con ninguna duda respecto al destino que aguardaba a los judíos, cuya emigración se impidió gracias a sus esfuerzos». En julio de 1943, cuando los campos de exterminio ya funcionaban en Polonia, hach Amin se quejó a Joachim Von Ribbentrop, el ministro de Asuntos Exteriores alemán, de la emigración judía de Europa a Palestina con las siguientes palabras: «Si existen motivos que exijan su traslado, sería esencial e infinitamente preferible enviarlos a otros países donde se encontrarían bajo control activo como, por ejemplo, Polonia…». Antes de su muerte, hach Amin escribió que «los alemanes ajustaron sus cuentas con los judíos mucho antes de mi llegada a Alemania», una afirmación que es, desde un punto de vista objetivo e histórico, falsa.

Wassef Kamal insistió en que hach Amin no alentó la aniquilación de los judíos. «Por supuesto, estuvo implicado en el proceso para poner fin a la emigración de judíos a Palestina, pero no tuvo nada que ver con la política de exterminación. Cuando estaba en Berlín con él, vi a muchos judíos. El único símbolo de extranjeros era un brazalete con la inscripción “Ost” que llevaban los rusos en la ropa y la estrella de David que llevaban los judíos. Se podían mover con libertad. Por lo tanto, creo que lo que estaba ocurriendo era un secreto…». Tres meses antes de morir, hach Amin se reunió con Abu Iyad, uno de los tenientes de Arafat en Beirut. Sobre su conversación, Abu Iyad escribió:

Hach Amin creía que las potencias del Eje ganarían la guerra y que entonces le concederían la independencia a Palestina… Yo le comenté que tales ilusiones se basaban en un cálculo bastante ingenuo ya que Hitler había clasificado a los árabes en la posición 14, después de los judíos, en su jerarquía de razas. Si Alemania hubiera ganado, el régimen que les hubieran impuesto a los árabes palestinos habría sido mucho más cruel que el que han tenido que padecer durante el dominio británico.

Alia al Huseini, la nieta de hach Amin, recordó para mí cómo su abuelo, durante sus últimos años de vida, hablaba de los verdaderos objetivos de Hitler. «Decía que después de los judíos, los alemanes destruirían a los árabes, lo sabía. Pero ¿qué podía hacer? Tiene que entender que hach Amin vivió en una época en la que todo el mundo estaba contra él». Rifaat el Nimr, uno de los fundadores de la OLP y más tarde un prominente banquero de Beirut, intentó en vano que hach Amin apoyara a la joven OLP, después de la guerra árabe-israelí de 1967. «No creo que fuera un error que tuviera relaciones con Herr Hitler —dijo él—. En 1916 los británicos mintieron a los árabes sobre su independencia. En 1917, hubo la declaración Balfour. ¿Le habrían dado algo los británicos o los estadounidenses a hach Amin si no hubiera tenido tratos con Herr Hitler?» Pero El Nimr admitió que hach Amin «odiaba a los judíos» porque «le robaron su patria».

A medida que los aliados se iban aproximando a Alemania, Wassef Kamal y hach Amin se encontraron con que debían viajar casi a diario de Berlín, cada día más peligroso, a las ciudades del norte de Italia que permanecían bajo el control del Eje. Kamal recordó que una tarde, en la que se encontraba en el jardín del hotel con hach Amin, miró al cielo, a lo lejos, y vio «miles y miles» de bombarderos británicos y estadounidenses que se dirigían a Alemania. Hach Amin regresó a Berlín, viajó hasta Obersalzburg y luego decidió pedir asilo en la neutral Suiza. Sin embargo, la Confederación Helvética se lo denegó, por lo que el gran muftí de Jerusalén se entregó a los franceses. Pasó una breve temporada encarcelado en París antes de llegar clandestinamente a El Cairo en un avión estadounidense y con nombre falso, gracias a la complicidad francesa y a la ignorancia de Washington.

Durante ocho dramáticos días de 1948, hach Amin ayudó a crear un gobierno palestino en Gaza, antes del derrumbe final de los ejércitos árabes y de la anexión de Cisjordania por parte de Jordania. Ésta fue la «Guerra de Independencia» de Israel y la Nakba de Palestina: la «catástrofe» en la que alrededor de 750 000 palestinos árabes fueron expulsados de sus hogares o huyeron a un exilio de refugiados del que no regresarían jamás. «Hach Amin debería haber aceptado el plan de división de la ONU —dijo su antiguo admirador Habib abu Fadel—. Hubo muchos países que estuvieron de acuerdo con ello y los rusos fueron de los primeros. No pensó en el futuro». La vida política de hach Amin había sido en vano. Primero intentó ganarse al coronel Nasser y luego mostró una gran antipatía por él —cuyas tropas ocupaban entonces Gaza— y más tarde odió y luego intentó ganarse al rey Husein de Jordania, cuyo ejército ocupó Cisjordania. Cuando regresó en 1959 al Líbano de su exilio final, hach Amin se trasladó a una casa de las montañas, y se dedicó a ofrecer sabiduría y recuerdos a los palestinos que iban a verlo. También se negó a unirse a cualquier movimiento político por miedo a quedar eclipsado por ellos.

Chafiq al Hut, que quería aumentar el poder del gran muftí entre los refugiados palestinos del Líbano, preguntó si podía aconsejar al anciano, pero le hicieron el desaire de no recibirlo cuando fue a visitar la casa de Mansurieh a principios de la década de 1950 y más tarde unos matones de hach Amin le dieron una paliza en Beirut. «Era como todos aquellos súbditos otomanos dóciles —recuerda—. Hablaba lentamente, con susurros, escuchando, consciente de sí mismo las veinticuatro horas al día. Era como un hombre subido a un escenario. No se le podía interrumpir. Nadie contaba chistes…» Su nieta Alia lo recuerda como un hombre familiar, que reprendía a sus padres cuando intentaban que ella dejara de reír con sus amigos mientras el gran muftí hacia la siesta. «Decía que nuestra risa era música».

Hach Amin se pasó sus últimos años escuchando la música del cantante egipcio Um al Jaltum y el servicio árabe de la BBC. Al Hut decidió olvidar el pasado y lo invitó como invitado de honor a su boda con una mujer joven, Bayan, cuyo padre fue uno de los primeros camaradas de hach Amin y que escribió su tesis de doctorado sobre el gran muftí. Dice Bayan al Hut que el viaje de hach Amin a la Alemania nazi fue «un acto muy estúpido, podría haber encontrado a otra persona que se ocupara de las negociaciones con Hitler. Él se consideraba responsable de todos los musulmanes del mundo; sentía una responsabilidad islámica. En Bosnia, lo consideraban un gran jefe…».

Al cabo de dos años de su muerte en 1974, la milicia falangista cristiana asaltó su casa vacía, le robó los archivos y los diarios —corre el rumor por Beirut de que ahora están en posesión de los israelíes— mientras que quince familias de refugiados cristianos se trasladaron a la casa medio derruida. Todavía se encontraban allí cuando fui a ver la casa veinte años más tarde y arreglaban coches en un garaje subterráneo que había bajo el estudio de hach Amin. El gran muftí recibió un trato más benévolo por parte de su último biógrafo, Elpeleg, que no escribió sólo sobre sus «inmensos fracasos» sino también sobre sus «impresionantes logros para el movimiento nacional palestino».

Cuando murió de un ataque al corazón, los israelíes le denegaron su voluntad de ser enterrado en Jerusalén, y fue Al Hut quien tuvo que organizar su funeral en Beirut. «Para mi sorpresa, descubrí que la nueva dirección de la OLP no consideró su muerte como un gran acontecimiento. Yo creía que tenía que haber más continuidad en nuestra historia, que debíamos “cerrar un capítulo”, por así decirlo. Le dije a Arafat que debía asistir a la ceremonia». En el funeral, Al Hut elogió a hach Amin por considerarlo un «guerrero religioso». Al Hut recuerda el discurso. «Mirábamos su tumba como si fuera la de un mártir, pero entonces llegó la guerra libanesa y empezamos a tener tantos y tantos centenares de tumbas de mártires, que nos olvidamos de la suya».

Sin embargo, no todo el mundo se olvidó de ella. A pesar de que la familia Al Huseini intentó conservar la tumba, la milicia Amal chií libanesa —que en 1985 estaba en guerra con sus enemigos de la OLP de los campamentos de Beirut— creía que las armas palestinas estaban enterradas en la tumba de hach Amin. Por lo que abrieron la losa de mármol para ver lo que había dentro. Y no encontraron armas, sólo al gran muftí de Jerusalén en estado de descomposición, envuelto en una mortaja blanca.

La lucha entre árabes y judíos, desde las promesas británicas contrapuestas de la guerra de Bill 1914-1918 —de independencia para los Estados árabes, y de apoyo para la creación de una nación judía en Palestina— hasta la fundación del Estado de Israel en tierras palestinas tras el Holocausto judío y la Segunda Guerra Mundial, es una tragedia épica cuyos efectos se han extendido por todo el mundo y continúan envenenando las vidas no sólo de los que participan en ella, sino de la política occidental y militar con respecto a Oriente Próximo y los países musulmanes. La narración de los hechos —a través de ojos árabes así como israelíes y a través de la cobertura y los comentarios de los periodistas y los historiadores, a menudo parciales, desde 1948— forma ahora bibliotecas de información y desinformación a través del cual el lector puede vagar con incredulidad y agotamiento. Ya en 1938, cuando los británicos aún gobernaban Palestina bajo un protectorado de la Liga de Naciones, el eminente historiador George Antonius advertía de los peligros de un exceso de confianza en el inmenso corpus literario que existían entonces, y sus palabras no han perdido relevancia en la actualidad:

… debe usarse con cuidado, en parte debido al alto porcentaje de propaganda velada o abierta, y en parte porque la lejanía de las fuentes árabes indispensables ha ido en detrimento de la verdadera imparcialidad, incluso en las obras de historiadores neutrales y justos. La propaganda sionista es activa, está muy bien organizada y extendida; la prensa mundial, como mínimo en las democracias occidentales, es muy proclive a ella; está al mando de muchos de los canales que hay disponibles para la difusión de noticias y, más en concreto, de aquellos que pertenecen al mundo angloparlante. En comparación, la propaganda árabe es primitiva y ha obtenido un éxito mucho menor: los árabes no poseen la habilidad, la ubicuidad políglota ni los recursos económicos que hacen que la propaganda judía resulte tan efectiva. El resultado es que, durante una veintena de años más o menos, el mundo ha mirado a Palestina con ojos sionistas e, inconscientemente, ha adquirido el hábito de razonar con premisas sionistas.

He pasado gran parte de los últimos treinta años de mi vida catalogando los hechos que se relacionan de un modo directo o indirecto con la lucha por Palestina, con las injusticias que han afectado tanto a árabes como a judíos desde la década de 1920 y antes. El apoyo británico a una nación árabe independiente se expresó cuando Gran Bretaña necesitó a las fuerzas árabes para que lucharan contra los turcos. La declaración Balfour que dio apoyo a la creación de un hogar nacional judío se hizo cuando los británicos requirieron el apoyo judío, tanto político como científico, durante la Primera Guerra Mundial. Lloyd George, que era el primer ministro en 1917, fantaseaba a menudo con el drama bíblico que tenía lugar en Palestina, y dijo que quería Jerusalén para la Navidad de 1917 —lo tuvo, cortesía del general Allenby— y se refirió en sus memorias a «la captura por parte de tropas británicas de la ciudad más famosa del mundo que, durante siglos, había frustrado los esfuerzos de la cristiandad por recuperar la posesión de sus lugares sagrados». El hecho de que Lloyd George considerara la campaña de Allenby como una sucesora de las Cruzadas —«recuperar la posesión» de Jerusalén de los musulmanes— fue una idea que se repetiría a lo largo de todo el siglo XX en las relaciones de Occidente con Oriente Próximo; y encontró su eco natural en George W. Bush, cuando éste habló de una «cruzada» en el momento inmediatamente posterior a los crímenes internacionales contra la humanidad del 11 de septiembre del 2001.

En esas memorias, Lloyd George apenas hace referencia a la Declaración Balfour, y sólo sugiere que fue un gesto realizado para recompensar al destacado sionista Chaim Weizmann por su obra científica sobre la acetona, un elemento esencial para la preparación de la cordita, y por lo tanto para los esfuerzos bélicos británicos. El nombre de Weizmann, exclamó con entusiasmo Lloyd George, «estará a la misma altura que el de Nehemías en la fascinante e inspiradora historia de los niños de Israel». Nehemías fue el responsable, en el siglo V a. C. de la reconstrucción y restauración de Jerusalén, una tarea que llevó a cabo después de ser liberado de su cautiverio por el rey persa Artajerjes. Pero casi al mismo tiempo en que Lloyd George escribía este panegírico, en 1936, habló de un modo mucho más sincero sobre la Declaración Balfour en la Cámara de los Comunes durante un debate sobre la revuelta árabe:

Fue en uno de los períodos más oscuros de la guerra en el que el señor Balfour preparó su declaración. En ese momento el ejército francés se había amotinado; el ejército italiano estaba a punto de venirse a bajo; los Estados Unidos no habían empezado a prepararse en serio. Sólo quedaba Gran Bretaña para enfrentarse a la combinación militar más poderosa que había visto jamás el mundo. Para nosotros era importante buscar toda la ayuda legítima que pudiéramos obtener. El gobierno llegó a la conclusión, gracias a la información recibida de todo el mundo, de que era fundamental que contáramos con las simpatías de la comunidad judía… Sin lugar a dudas, no teníamos prejuicios contra los árabes porque en ese momento teníamos cientos de miles de tropas luchando por la emancipación árabe de los turcos. Bajo estas condiciones y con la información que recibió, el gobierno decidió que era preferible que nos aseguráramos la simpatía y la cooperación de esa comunidad tan extraordinaria, los judíos, en todo el mundo. Nos prestaron una ayuda importante en los Estados Unidos; y nos prestaron una ayuda importante en Rusia en ese momento, porque Moscú estaba a punto de retirarse y dejarnos solos. En esas circunstancias le hicimos la propuesta a nuestros Aliados. Francia, Italia y los Estados Unidos aceptaron… Los judíos, con toda la influencia que poseían, reaccionaron con nobleza al llamamiento que hicimos.

Parece que el amotinamiento del ejército francés y el derrumbamiento potencial del frente italiano tuvieron más que ver con las promesas de creación de un «Estado judío» que con Nehemías. Lloyd George expresó sus quejas en la Cámara de los Comunes de que ahora los árabes «casi exigían que cesara la inmigración judía. No podíamos aceptar eso sin faltar a nuestras obligaciones. No era como si los árabes estuvieran en posición de decir que la inmigración judía los estaba expulsando a ellos, los antiguos habitantes…». Pero Lloyd George entendió, aunque con muy poca seriedad, dónde residía el problema:

Las obligaciones del protectorado eran concretas y definidas. Consistían en que nosotros debíamos fomentar la creación de un Estado judío en Palestina sin que ello menoscabara los derechos de la población árabe. Se trataba de una doble tarea y nosotros teníamos que asegurarnos de que se respetaran ambas partes del protectorado.

Pero no se pudieron respetar las dos partes del protectorado palestino británico, y la persecución que llevó a cabo la Alemania nazi de los judíos en 1936, que Lloyd George mencionaba explícitamente, se convirtió en el Holocausto que aseguraría la existencia de un Estado israelí en Palestina; sin tener en cuenta «los derechos de la población árabe». En 1938 George Antonius dijo claramente que «la creación de un Estado judío en Palestina, o de un hogar nacional basado en la soberanía territorial, no se puede lograr sin desplazar a los árabes…». Antonius quería Un Estado árabe independiente «en el que pudieran vivir en paz, seguridad y dignidad, y disfrutar de todos los derechos de ciudadanía, tantos judíos como el país pudiera acoger sin perjuicio de su libertad política y económica». Y puesto que temía «un holocausto impredecible de vidas británicas, judías y árabes» dijo que había que buscar ayuda para los judíos de Europa en otra parte que no fuera Palestina:

El tratamiento otorgado a los judíos de Alemania y otros países europeos es una vergüenza para sus autores y para la civilización moderna; pero la posteridad no exonerará a ningún país que no logre hacer frente a su parte de los sacrificios necesarios para aliviar el sufrimiento y la angustia judíos. Imponer la mayor parte de la carga a la Palestina árabe es una miserable forma de eludir unas responsabilidades que deberían recaer en todo el mundo civilizado. También es moralmente vergonzoso. Ningún código moral puede justificar la persecución de un pueblo en un intento de poner fin a la persecución de otro. El remedio para la expulsión de los judíos de Alemania no se debe buscar en la expulsión de los árabes de su patria; y tampoco se logrará el alivio de la angustia de los judíos a costa de provocar angustia a un pueblo inocente y pacífico.

Es asombroso que tales observaciones, tan proféticas tras el desastre palestino que tuvo lugar una década más tarde, se escribieran en 1938. Sin embargo había otros que preveían un futuro desastre en términos igualmente sombríos. Tan sólo un año antes, en una reflexión sobre el futuro, Winston Churchill había escrito sobre la imposibilidad de una Palestina dividida y, muy proféticamente, sobre cómo

el Estado judío, rico, poblado y progresista se encuentra en las llanuras y en las costas [de Palestina]. A su alrededor, en las colinas y tierras altas, se extienden hacia los desiertos ilimitados los belicosos árabes de Siria, de Transjordania, de Arabia, apoyados por las fuerzas armadas de Iraq, que plantean la amenaza incesante de la guerra… Para mantenerse, el Estado judío debe estar armado hasta los dientes y debe atraer a todo hombre sano para reforzar su ejército. Pero ¿hasta cuándo permitirán que continúe este proceso las grandes poblaciones árabes de Iraq y Palestina? ¿Se puede esperar que los árabes se mantengan al margen de forma impasible mientras observan la construcción de un ejército judío equipado con las armas bélicas más mortíferas gracias al capital y a los recursos mundiales judíos, hasta que sea lo bastante fuerte como para no tener miedo de ellos? Y si el ejército judío alcanzara jamás esa envergadura, ¿quién puede estar seguro de que, encajado en sus estrechos límites, no intentaría expandirse hacia las tierras sin explotar que tiene a su alrededor?

En caso de que Palestina fuera dividida, afirmaba Churchill, «me resulta difícil… no alcanzar la conclusión de que… el plan [de partición] conduciría inevitablemente a la evacuación completa de Palestina por parte de Gran Bretaña». Y así sucedió.

John Bagot Glubb, que comandó la legión árabe de 1939, comentó con gran emotividad que «la tragedia judía tenía su origen en las naciones cristianas de Europa y América. Como mínimo, la conciencia de la cristiandad se había despertado. Había que poner fin a la secular tragedia judía. Pero cuando llegó el momento del pago de compensación en expiación de los defectos del pasado, las naciones cristianas de Europa y América decidieron que la factura tenía que pagarla una nación musulmana de Asia».

Antonius habría preferido que el mundo asentara a los refugiados en otros países que no fueran Palestina —sabemos que los británicos consideraron la posibilidad de Uganda— mientras que también sabemos que los comités sionistas de preguerra contemplaban el «traslado» —limpieza étnica— de los árabes palestinos a, entre otros emplazamientos, la zona de Yazira de Siria, los mismos desiertos de Deir ez Zor y Alepo en los que los deportados armenios «habían hallado fin a sus miserables existencias» veinte años antes. Fue en esta atmósfera de sospechas, paranoia e inmenso sufrimiento en la que árabes y judíos presenciaron cómo la Segunda Guerra Mundial aplastaba a Europa, los primeros con miedo de que Gran Bretaña acabara autorizando la fundación del Estado israelí en sus tierras, y los segundos observando la aniquilación de su raza en Europa mientras los británicos intentaban bloquear incluso aquellos barcos de refugiados judíos que intentaban llegar a la Tierra Prometida. Éste era el mundo en el que hach Amin, el gran muftí, partió hacia Alemania e instó a Hitler a que pusiera fin a la emigración judía a Palestina. Pero ¿a qué coste?

Aquí la brújula de la moral empieza a girar a una velocidad cada vez mayor. ¿Por qué los palestinos tuvieron que hacer frente al destino de la promesa británica tras la Primera Guerra Mundial a un pueblo cuyos antepasados vivieron en su tierra dos mil años antes? ¿Por qué esta nueva avalancha de refugiados musulmanes tiene que pagar este precio para que luego —al igual que a los armenios— les digan que fueron los agresores y aquellos que los desposeyeron, las víctimas? Ya que a lo largo de las siguientes décadas, los palestinos serían los «terroristas» y aquellos que les robaron las tierras serían los inocentes, los representantes de una nación Ave Fénix que resurgió de las cenizas de Auschwitz. A los ojos del mundo —sobre todo en 1948, en un mundo que se había cansado de la guerra y que estaba acostumbrado a los millones de refugiados que habían cruzado Europa—, ¿qué era la suerte de 750 000 refugiados palestinos en comparación con el asesinato de seis millones de judíos?

Es abril de 2002, hace una mañana de primavera radiante en Jerusalén oeste, y me encuentro en el apartamento pequeño y bien arreglado donde Josef Kleinman y su mujer Haya viven en lo que podría parecer —si no conociéramos su importancia histórica— tan sólo un barrio residencial más lleno de árboles. Kleinman está emocionado, es un hombre generoso que, cuando le piden que hable de los días más negros de su vida, se levanta de la silla da un salto como un tigre. «Le voy a enseñar mi museo», dice mientras se escabulle a una habitación trasera.

Regresa con una mochila vieja de color caqui desgastado. «Esta es la camisa que me dieron los estadounidenses cuando me liberaron de Landsberg el 27 de abril de 1945». Es una camisa arrugada, barata y de cuadros cuya etiqueta es ilegible. Luego saca una bata a rayas blancas y azules y un gorro con las mismas rayas que van de la parte delantera a la trasera. «Éste es mi uniforme como prisionero de Dachau», dice. Conocido gracias a todos los noticiarios a partir de 1945, a La lista de Schindler y a cientos de otras películas sobre el Holocausto, da una gran impresión tocar, sostener entre las manos, este símbolo de la destrucción de un pueblo. Joseph Kleinman me observa mientras sostengo la bata. Entiende mi sensación. Yo pienso: «Esto estuvo en Dachau. Esto fue fabricado por los nazis. Esto es parte de la historia real, empapada en disentería, gaseada con el cianuro de la exterminación, cada centímetro de tela es tan testigo de la inhumanidad como esos huesos armenios que Isabel Ellsen y yo desenterramos en el barro sirio diez años atrás. En los noticiarios, las batas de los campos de concentración son en blanco y negro, pero el verdadero asesinato en masa de los judíos de Europa se llevó a cabo en color. Azul y blanco. Los mismos colores que la bandera israelí. En la parte delantera de la bata hay el número 114 986».

En la entrada del edificio de Kleinman hay folletos que recuerdan a los inquilinos la aproximación del día del Holocausto. Givat Shaul es un barrio agradable y alegre de parejas jubiladas, pequeñas tiendas, pisos, árboles y algunas casas elegantes de piedra amarilla. Algunas de éstas se encuentran en un estado ruinoso, unas cuantas podrían considerarse casas. Pero hay una o dos que aún tienen las cicatrices de las balas que se dispararon mucho tiempo atrás, el 9 de abril de 1948, cuando otro pueblo tuvo que hacer frente a su propia catástrofe ya que Givat Shaul era su Deir Yassin. Y fue aquí, cincuenta y cuatro años atrás, donde 130 palestinos fueron asesinados por dos milicias judías, la Irgun Zvai Leumi y la Stern, mientras los judíos de Palestina luchaban por la independencia de un Estado llamado Israel. La matanza aterró de tal manera a decenas de miles de árabes palestinos, que huyeron de sus casas en masa —sólo una parte de los 750 000— para crear el pueblo de refugiados cuyo valle del dolor se encuentra en el corazón de la guerra entre palestinos e israelíes.

En 1948, alrededor de las viejas casas que aún existen cerca del hogar de los Kleinman, las mujeres palestinas estallaban en pedazos debido a las granadas que lanzaban los guerrilleros judíos. Dos camiones lleno de prisioneros árabes detenidos en el pueblo desfilaron por las calles de Jerusalén. Más tarde, muchos de ellos fueron devueltos a Deir Yassin y ejecutados. Se cree que la fosa común se halla bajo un depósito de combustible que ahora se encuentra en uno de los extremos del barrio residencial de Jerusalén. De modo que una visita al piso de los Kleinman plantea una pregunta moral fuera de lo corriente. ¿Puede uno escuchar su testimonio personal sobre el mayor crimen de la historia moderna y luego preguntarle sobre la matanza que acabó con los palestinos en este mismo lugar, cuando la expulsión de los árabes de Palestina, por muy horrible que fuera, no se aproxima, ni estadística ni moralmente, al asesinato de seis millones de judíos? ¿Sabe Josef Kleinman que este año, debido a otra de esas horribles ironías de la historia, el día del Holocausto y el de Deir Yassin caen en la misma fecha?

Josef Kleinman no es un superviviente cualquiera del Holocausto judío. Fue el superviviente más joven de Auschwitz y testificó en el juicio de Adolf Eichmann jefe de la «Sección Judía» especial de las SS, que dirigió el programa nazi para asesinar a los judíos de Europa. Josef Kleinman incluso vio al doctor Josef Mengele, el Ángel de la Muerte, que eligió a niños, mujeres, ancianos y enfermos para enviarlos a las cámaras de gas. A la edad de sólo catorce años, vio que Mengele llegó un día en bicicleta y le ordenó a un niño que clavara una tabla de madera a un poste. Aquí está parte del testimonio de Kleinman en el juicio de Eichmann:

No nos dijeron lo que iba a ocurrir. Lo sabíamos. Los chicos que no pasaran por debajo de la tabla se salvarían. Aquellos chicos que no llegaran a la tabla de madera serían enviados a las cámaras de gas. Todos intentamos estirarnos para ser más altos. Pero yo me rendí. Vi que los chicos que eran más altos que yo no lograban tocar la tabla con la cabeza. Mi hermano me preguntó: «¿Quieres vivir? ¿Sí? Pues entonces haz algo». Empecé a darle vueltas a la cabeza. Vi unas piedras, me las puse en los zapatos y conseguí ser más alto. Pero no pude mantenerme firme por culpa de las piedras. Me estaban matando.

El hermano de Josef Kleinman, Shlomo, rompió su sombrero en dos y Josef se metió una parte en los zapatos. Aún era demasiado bajo, pero logró colarse en el grupo que había pasado la prueba. El resto de los chicos, unos mil en total, murieron gaseados. Mengele, recuerda Josef Kleinman, eligió un día festivo judío para matar a todos aquellos niños. A los padres de Kleinman, Meir y Rachel, y a su hermana los habían enviado directamente a las cámaras de gas cuando llegaron a Auschwitz procedentes de los Cárpatos, en lo que en la actualidad es Ucrania. Josef sobrevivió, junto con su hermano, que hoy en día es carpintero como él y vive a unos cientos de metros, en el mismo barrio de Givat Shaul/Deir Yassin. Josef Kleinman también sobrevivió a Dachau y a la extenuante tarea de construir un bunker inmenso para la fábrica secreta de Hitler, construida para la producción del nuevo avión Messerschmitt Me 262 de Alemania.

Tras su liberación por parte de los estadounidenses, Kleinman se fue a Italia y luego se subió a un barco con rumbo a Palestina, que llevaba a inmigrantes judíos ilegales que querían intentar entrar en el territorio del protectorado británico agonizante. Tan sólo podía llevar unas pocas posesiones. Decidió poner su uniforme de Dachau en la bolsa, ya que no iba a olvidar lo que le había ocurrido. Tras ser rechazado por los británicos, pasó seis meses en el campamento de Famagusta de Chipre, para acabar en el campamento para inmigrantes de Atlit, en Palestina. Llegó a Jerusalén el 15 de marzo de 1947 y estaba allí cuando estalló la guerra de la independencia de Israel. Luchó en esa guerra, pero no en Deir Yassin. Le menciono el nombre, casi de pasada, pero tanto Josef Kleinman como Haya asienten a la vez.

«Se han escrito cosas sobre Deir Yassin que son erróneas —me dice—. Yo estaba en Jerusalén y vi los dos camiones de prisioneros que vinieron de aquí. Algunas crónicas dijeron que murieron unos árabes, otras que no. No se mató a todo el mundo. Hay mucha propaganda. No lo sé. Los árabes mataron a sus prisioneros judíos. No tenía que haber muchos enfrentamientos para que se fueran los árabes».
Sin embargo, cuando vio marcharse a todos esos árabes, ¿no supuso aquello ningún paralelismo para Josef Kleinman con respecto a su propia vida, por muy pequeño que fuera dado que el desastre que asoló a los judíos fue muchísimo mayor en número y más sangriento? Pensó en ello durante un rato. Dijo que no vio a muchos refugiados árabes. Fue su mujer Haya quien respondió. «Creo que después de lo que le ocurrió, que fue espantoso, todo lo demás parece menos importante. Tiene que entender que Josef vive en esa época, en la época de la Shoah. De los 29000 judíos que llegaron a Dachau procedentes de otros campos de concentración, la mayoría de Auschwitz, 15000 murieron».

¿Acaso de lo único de lo que se trataba era de la inmensidad de un crimen y de su comparación estadística con el éxodo de los palestinos en 1948? Un grupo de judíos, musulmanes y cristianos llevaba tiempo luchando para que se recordara Deir Yassin, incluso entonces, en la cúspide de la última guerra palestina. Tal y como dijo uno de los organizadores: «Muchos judíos no querrán recordar esto, por temor a que la magnitud de su tragedia se vea menguada. Los palestinos siempre tienen miedo de que, como ocurrió a menudo en el pasado, se utilice el Holocausto para justificar su propio sufrimiento». Los Kleinman no saben nada acerca de esta conmemoración, ni de los planes de la organización para erigir un monumento a los palestinos muertos no muy lejos de su piso en el barrio de Givat Shaul. Josef Kleinman no quiso hablar sobre el baño de sangre en Israel y Palestina que tenía lugar mientras hablábamos. Pero admitió que en política «está a la derecha» y que votó a Ariel Sharon en las últimas elecciones israelíes. «¿Hay alguien mejor?», me preguntó.

El recuerdo de Josef Kleinman sobre Deir Yassin no era del todo perfecto. Los documentos de la Cruz Roja y los despachos de los corresponsales extranjeros de la época dejan bastante claro que asesinaron a los habitantes de Deir Yassin y que destriparon a algunas de las mujeres. En toda aquella parte del protectorado de Palestina que más tarde se convirtió en Israel, hubo pequeñas matanzas —a veces iniciadas por los árabes, aunque más a menudo por los guerreros judíos que se transformaron en el ejército israelí a medida que fue avanzando la guerra— y una única, pequeña y trágica historia da una idea de lo que ocurrió durante el desposeimiento de los palestinos.

Corre el año 2000 y estoy en un pueblo inundado por la lluvia al sur del Líbano, un lugar pobre y de carreteras accidentadas llamado Shabriqa. Nimr Aoun, de ochenta y cinco años, se sube la pernera del pantalón para enseñarme el ligamento y el músculo retorcidos donde le hirió una bala israelí hace cincuenta y dos años. La historia de Aoun es un relato de dos traiciones porque fue víctima no sólo de los israelíes sino de las dos potencias del protectorado, Francia y Gran Bretaña, que, tras la Primera Guerra Mundial, se suponía que debían protegerlo. Es de un pueblo llamado Salha —ahora se encuentra situado a dos kilómetros en el interior de Israel, al otro lado de la frontera libanesa— y fue el único superviviente de la matanza de hombres que cometieron los israelíes.

La historia de Salha y otros seis pueblos —En Naame, Ez Zuk, Tarchiha, El Jalsa, El Kitiyeh y Lajas— data de 1923, cuando los británicos mandaban en Palestina y los franceses en el Estado de reciente fundación del Líbano. Las dos potencias imperiales hicieron unos pequeños cambios de fronteras para sus propios fines, de modo que París le cedió a Londres unos cuantos kilómetros cuadrados del Líbano, y el protectorado británico de Palestina se movió un poco al norte para abarcar los siete pueblos. Tras esta operación se escondía un trato repugnante. Según demuestran unos viejos documentos de Beirut, esas tierras se entregaron a cambio de un contrato concedido a una empresa francesa para drenar unos pantanos de la región para uso comercial. En la época, a este acuerdo se le llamó —preferí no decirle nada de esto al viejo Nimr Aoun— «el Buen Vecindario». Y condenó a todos los habitantes de los pueblos.

Nimr Aoun ya no era un libanés bajo protectorado francés. Ahora era un palestino bajo protectorado británico, a pesar de que no consultaron al respecto a nadie de la familia Aoun ni a ninguno de los demás habitantes. Aun así, Aoun recuerda a los británicos con cariño. Él fue un granjero que se casó con una chica de trece años, tuvo nueve hijos y vivieron entre los campos de trigo de Salha. Pero su voz sube de tono cuando llega a 1948, la marcha de los británicos y la llegada del ejército judío a las afueras del pueblo. «Nos inundaron con folletos que decían que si nos rendíamos, no nos harían nada. Las mujeres y los niños ya habían huido. De modo que creímos lo que decían los folletos y nos rendimos. Pero los israelíes nos mintieron. Nos maldijeron y nos obligaron a que setenta de nosotros nos mantuviéramos juntos».

Lo que ocurrió después queda confirmado por los archivos israelíes. El historiador Benny Morris escribió que en un ataque israelí llamado Operación Hiram, después de una «leve resistencia» de los árabes cerca de Salha, noventa y cuatro aldeanos estallaron con una casa el 30 de octubre de 1948. Nimr Aoun tiene una versión diferente de lo ocurrido, pero sus cicatrices dan veracidad a los hechos:

Cuando estábamos todos juntos, abrieron fuego contra nosotros. Había trece tanques alrededor. No tuvimos la más mínima posibilidad. Lo que me ayudó fue que después de que me dispararan en la pierna, caí bajo un montón de cuerpos. Sangraba tanto que no sentí nada. Al llegar la noche, salí a rastras, pasé junto a uno de los tanques, luego avancé por entre la hierba, hasta que encontré un burro.

Nimr Aoun logró subir con grandes esfuerzos a lomos del animal y, a pesar del dolor, se dirigió hacia norte, al pueblo libanés de Marun, donde le dieron tratamiento médico. Un funcionario del gobierno les impidió a los médicos que le amputaran la pierna, motivo por el cual Nimr Aoun todavía puede moverse cojeando por su casa de Shabriqa, a 40 kilómetros del pueblo de Salha, que en el pasado fue libanes, y en el que sólo queda un edificio bajo. La mayoría de esa tierra ahora está cubierta por huertos de manzanos israelíes.

Hasta 1998, Nimr Aoun y los otros pocos supervivientes de los «siete pueblos» de 1948 fueron tratados como palestinos con documentos palestinos. Luego, el gobierno libanés —que no fue inmune a las ventajas de tal acto— les concedió a todos la ciudadanía libanesa. Aoun me mostró su nuevo carnet de identidad libanes, en el que aparecía una imagen de un cedro cerca de la fotografía. Nació como ciudadano del imperio otomano, pasó a ser libanés bajo los franceses, se convirtió en palestino con los británicos, luego fue refugiado palestino de Israel y, al final de su vida, volvía a ser libanes.

Mis archivos sobre los últimos años del protectorado británico están llenos de cartas de los veteranos de guerra británicos, de entrevistas con antiguos guerreros judíos y árabes, junto con cientos de recortes contemporáneos de periódicos. Es una historia de anarquía y dolor y —para emplear el uso actual que hace Israel de la palabra— ataques «terroristas» y atentados con bomba, la mayoría de ellos perpetrados por los grupos judíos Haganah, Irgun y Stern. Un panfleto de la Oficina Colonial Británica de 1946 parece una descripción del alzamiento iraquí del primer año contra la ocupación estadounidense del 2003: ataques en carreteras y puentes ferroviarios, secuestro de oficiales británicos y creación de emisoras de radio clandestinas que emiten propaganda para los insurgentes. «La acción de hacer volar por los aires los puentes expresaba la alta moral y el valor de los guerreros judíos que llevaron a cabo el ataque», en el documento se afirma que la emisora Kol Israel ya emitía el 18 de junio de 1946.

Las incursiones indisciplinadas del ejército británico —contra los árabes así como también los judíos— provocaron unas operaciones de venganza despiadadas. El bombardeo del cuartel general británico, situado en el hotel King David de Jerusalén, perpetrado por el Irgun el 22 de julio de 1946, y en el que murieron noventa y un funcionarios británicos, judíos y árabes, fue el ataque de más triste fama cometido contra la potencia ocupante. Los soldados británicos abrieron fuego contra civiles en las calles de Tel Aviv y cuando, después de que los británicos ahorcaran a tres guerrilleros judíos del Irgun, este grupo colgó a dos rehenes que pertenecían al ejército británico, se desataron ataques antisemitas por toda Gran Bretaña. Los sargentos del Cuerpo de Espionaje Mervyn Paice y Clifford Martin pasaron varios días escondidos bajo tierra por sus captores en la ciudad de Netanya mientras el Irgun amenazaba constantemente con su ejecución. El padre de Paice escribió una carta de súplica al jefe del Irgun, Menachem Begin —más tarde, se convirtió en primer ministro de Israel y ordenó la brutal invasión israelí del Líbano en 1982— del mismo modo que los familiares de los rehenes occidentales apelarían a los secuestradores iraquíes en el 2003 y el 2004. Poseo una fotocopia de una declaración del «Tribunal del Irgun Zvai Leumi en Palestina», que se encontró clavada en el pecho de los dos hombres después de que hubieran sido asesinados. En ella se dice que el «tribunal» halló a Paice y Martin culpables de «(a) Entrar ilegalmente en nuestra patria, (b) De pertenecer a una Organización Criminal Terrorista Británica conocida como las Fuerzas de Ocupación Militares Británicas… el juicio se llevó a cabo el 30 de julio de 1947. El ahorcamiento de los dos espías… es una acción legal ordinaria de un tribunal clandestino que ha sentenciado y sentenciará a los criminales que pertenecen al Ejército de Ocupación Nazi-Británico y criminal».

Adjunto a este documento hay un informe de la policía británico-palestina sobre el hallazgo de los cuerpos de dos sargentos en un bosquecillo de eucaliptos:

Estaban colgados de dos eucaliptos separados por unos cinco metros. Tenían la cara casi cubierta de vendas, por lo que resultaba imposible distinguir sus rasgos… Su cuerpo era de un negro apagado y un reguero de sangre les corría por el pecho, de lo que cabía deducir que antes de colgarlos les habían pegado un tiro… dieron permiso a la prensa para que tomara fotos del espectáculo. Cuando acabaron, decidieron descolgar los cuerpos. El capitán de los RE [Ingenieros Reales] y el CSM [sargento mayor] cortaron las ramas del árbol en el que estaba colgado el cuerpo de la derecha, y empezaron a cortar la cuerda con una sierra… Cuando el cuerpo cayó al suelo, hubo una gran explosión… Los dos árboles habían volado por los aires y havía [sic] unos cráteres enormes en el lugar de las raíces. Se encontró uno de los cuerpos absolutamente destrozado a unos veinte metros… El otro se había desintegrado y se llegaron a recoger pequeños trozos a doscientos metros.

El Irgun publicó folletos en un inglés bastante malo, en los que instaba a los soldados ingleses a que si deseaban permanecer en Palestina, la mejor forma de conseguirlo era «arriesgar vuestra vida cada día para que el gobierno [británico] tenga diez años más para decidir marchase [sic] de Palestina». Los británicos rompieron muchas de las reglas de la guerra. Un miembro británico de la policía palestina describió cómo, cuando los soldados británicos viajaban en la línea ferroviaria de Lydda, «normalmente llevábamos una vagoneta delante con varios prisioneros a bordo, para que disfrutaran de la explosión de las minas dispuestas a lo largo de la línea».

Todo esto esconde una feroz ironía. Israel nació después de una clásica guerra de guerrillas anticolonial contra un ejército de ocupación; sin embargo, al cabo de cincuenta años, el propio ejército de Israel —convertido ahora en fuerza de ocupación— se hallaba luchando en una clásica guerra de guerrillas anticolonial en Cisjordania y Gaza. Aun así, parece que el gobierno israelí no se percata de la relación. El 6 de noviembre de 1944, unos pistoleros judíos asesinaron a lord Moyne, el ministro residente británico en El Cairo, un antiguo secretario colonial y amigo próximo de Churchill. Moyne, que se había mostrado partidario de una división de Palestina, había disgustado a los judíos palestinos porque había instado a los turcos a que hicieran regresar al Struma, un barco que transportaba refugiados judíos del Holocausto; también había realizado una serie de comentarios racistas sobre los judíos, aunque pocos pudieron rebatirle su comentario: «Los árabes, que han vivido y enterrado a sus muertos durante cincuenta generaciones en Palestina, no entregarán su tierra y su autogobierno de buena gana a los judíos».

El asesinato de Moyne dio lugar a que Churchill pensara que «si nuestros sueños sionistas van a disolverse en el humo de los revólveres de asesinos y si nuestros esfuerzos para su futuro van a desatar una oleada de bandolerismo digna de los alemanes nazis, muchas personas como yo tendremos que reconsiderar la posición que hemos mantenido con tanta firmeza durante tanto tiempo». Sin embargo, en 1975 los dos asesinos, Eliyahu Hakim y Eliyahu Bet Zuri recibieron un funeral de Estado en Israel con una capilla ardiente a la que asistió el primer ministro y un funeral militar al que fue el viceprimer ministro y dos rabinos jefe. El hijo de Moyne le preguntó al antiguo oficial de la Haganah David Hacohen: «¿Por qué asesinó vuestra gente a mi padre? Al final Palestina fue dividida y vosotros estáis consolidando vuestro Estado gracias a esta partición y, sin embargo, no os han asesinado a ninguno de vosotros por aceptar esta solución».

Esta cuestión, la de honrar a los asesinos propios mientras se condena a los del otro bando por «terroristas», se halla en el corazón de muchos conflictos modernos, pero aun así, ni israelíes ni palestinos han sido capaces de entenderlo. Del mismo modo, la guerra de 1948 dio pie a una serie de extraordinarios augurios sobre otras guerras posteriores de Oriente Próximo, sobre unos hechos que consideramos como causas de un peligro presente pero que está claro que han sido una característica del conflicto de la región durante más tiempo del que queremos imaginar.

En 1997, un grupo humanitario palestino de Escocia decidió conmemorar el quincuagésimo aniversario de la resolución de partición de la ONU, el final del protectorado británico, la guerra de independencia israelí y la Al Nakba palestina mediante la publicación de un relato diario de los hechos que ocurrieron en Palestina en 1948, tomados en gran parte de las páginas de The Scotsman, un proyecto que en ocasiones ofreció unos resultados devastadores. Aquí, por ejemplo, hay un despacho «de un enviado especial que acaba de regresar de Oriente Próximo», que se publicó en el periódico el 13 de septiembre de 1948:

En Oriente Próximo está emergiendo un nuevo peligro para la ley y el orden. Proviene de una asociación formada, en general, por grupos terroristas árabes de jóvenes xenófobos exaltados que han jurado librar a sus países de todos los occidentales y, en especial, de los británicos y los estadounidenses. Ya se han realizado amenazas manifiestas a los europeos que viven en Damasco, en Bagdad y en El Cairo —empleados de compañías petroleras, principalmente— según las cuales si continúan con sus relaciones comerciales con los judíos serán asesinados… La columna vertebral de esta nueva organización terrorista está formada por jóvenes árabes palestinos. Han visto cómo invadían su país… y han perdido todo lo que poseían: casas, propiedades, dinero, trabajo; ya no les queda nada más que perder. Tienen la sensación de que los británicos, los estadounidenses, la ONU y también, hasta cierto punto, los demás países árabes los han abandonado. Ahora se dan cuenta de que existe el grave peligro de que la situación actual de Palestina, con los judíos en posesión de gran parte del país, se reconozca y legalice…

Otro artículo que arrojó una luz inquietante al futuro fue escrito por Patrick O’Donovan y The Scotsman lo publicó el 14 de julio de 1948:

La guerra [de independencia] empezó como una simple guerra de supervivencia, o eso les pareció a los judíos. Había una serie de cifras que todo niño sabía de memoria: «700 000 judíos contra 30 millones de árabes más el apoyo de Gran Bretaña». Parecía una victoria cada vez que un asentamiento judío sobrevivía a un ataque… pero los árabes demostraron ser menos efectivos. Y el consentimiento judío para que continuara la tregua fue desobedecido. (No importa que el consentimiento se diera a sabiendas de que los árabes lo rechazarían.) Los judíos han quedado exentos de toda obligación para ir cogidos de la mano. Si los esfuerzos del conde Bernadotte [El conde Folke Bernadotte, mediador de la ONU, había logrado varias treguas. El 17 de septiembre de 1948, fue asesinado en Jerusalén por el grupo Stern, que consideraba al sueco como un agente británico. Uno de los tres hombres que aprobó el asesinato fue Isaac Shamir, otro futuro primer ministro israelí ] fracasan, entonces los judíos iniciarán una guerra que, sinceramente, tendrá como objetivo conquistar el máximo de territorio árabe, con el que conseguirán quedarse en gran parte ya que no habrá árabes y será ocupado por judíos… En Haifa… han abierto un gueto para los árabes. Cuatro de las calles más pobres están rodeadas con alambradas y, como los judíos de la Cracovia medieval, los árabes musulmanes y cristianos deben dormir y vivir bajo vigilancia. Los hombres de negocios pueden solicitar unos pases si desean salir durante el día… Resulta difícil imaginarse a una población más asustada y sometida que los árabes que quedan en Israel…

Aunque el alcance de la expulsión de los palestinos a menudo parece un hecho recién descubierto de la historia de Oriente Próximo —como mínimo hasta que los «nuevos historiadores» como Benny Morris investigaron los archivos del gobierno israelí de la época—, la prensa británica informó de la Al Nakba con todo lujo de detalles. El 25 de octubre, por ejemplo, The Times informaba desde Beersheva:

Los pueblos árabes están desiertos, sus miserables casas han sido saqueadas y muchas han ardido. Los habitantes, se calcula que unos veinte mil —una cifra que se ha incrementado bastante debido a la llegada de los refugiados del norte—, han huido y nadie sabe o, al parecer, a nadie le importa, adonde han ido. Resulta obvio que la mayoría han huido aterrorizados, dejando atrás sus capas, pieles de cordero y mantas, tan necesarias si deben sobrevivir en las frías noches de las colinas de Hebrón… en Beersheva, que en el pasado fue un centro próspero del comercio de camellos, permanecen unos cuantos habitantes, y en la actualidad, miembros del ejército israelí se dedican a saquear sistemáticamente aquellas casas que han sobrevivido al bombardeo. Tal vez el hecho de que las tropas vencedoras puedan campar por sus respetos a costa de los vencidos sea una antigua regla bélica aceptada tácitamente, pero resulta difícil de disculpar el comportamiento de algunos, que se burlan de las oraciones islámicas en una mezquita profanada… que han roto y tirado por el suelo libros sagrados… Tales escenas son decepcionantes para aquellos que han observado con gratitud el cuidado que mostró el ejército israelí para garantizar la santidad de los lugares sagrados cristianos en otras partes, y el que han tenido aquellos corresponsales que hoy han visitado el cementerio de la guerra imperial, a las afueras de la ciudad. A pesar de las dificultades con las que han trabajado, hasta el último de los vigilantes árabes se ocupó de las tumbas de los soldados británicos y australianos que murieron aquí en 1917, y todavía florecen flores inglesas en las arenas del desierto.

La profanación y el asesinato no fue una herramienta usada por un único bando en esta guerra. Cuando los israelíes capturaron Jerusalén este en 1967, descubrieron que las tropas jordanas habían usado lápidas judías como suelos de baño. Las emboscadas y las matanzas acabaron con muchos civiles judíos, a pesar de que el avance de Israel hasta los poblados árabes de Galilea vino acompañado, tal y como han demostrado las investigaciones modernas llevadas a cabo en Israel, de carnicerías y, a veces, de la violación de mujeres árabes jóvenes. Pero si los historiadores israelíes han demostrado la verdad de esto, los historiadores árabes han callado con respecto a las iniquidades de su bando en ésta y otras guerras.

(*) Fragmento de “A ochenta mil kilómetros de Palestina”, capítulo 11 del libro de Robert Fisk “La Gran Guerra por la civilización”.