EL DIOS DE LOS TOROS


A la memoria del poeta Alexander Pope

I

Con la franqueza viril que lo distinguía, el poeta José Formento no vacilaba en repetir a las señoras y caballeros que concurrían a La Casa de Arte (Florida y Tucumán): «No hay fiesta para mi espíritu como los torneos verbales de mi maestro Carlos Anglada con ese dieciochesco Montenegro.

Marinetti contra Lord Byron, el cuarenta caballos contra el aristocrático tilbury, la ametralladora contra el estoque». Estos torneos complacían también a los protagonistas, que, por lo demás, se apreciaban mucho. En cuanto supo el robo de las cartas, Montenegro (que desde su casamiento con la princesa Fiodorovna se había retirado del teatro y dedicaba su ocio a la redacción de una vasta novela histórica y a las investigaciones policiales) ofreció a Carlos Anglada su perspicacia y su prestigio, pero le señaló la conveniencia de una visita a la celda 273, donde estaba recluido por el momento su colaborador, Isidro Parodi.

Éste, a diferencia del lector, no conocía a Carlos Anglada: no había examinado los sonetos de Las pagodas seniles (1912), ni las odas panteístas de Yo soy los otros (1921), ni las mayúsculas de Veo y meo (1928), ni la novela nativista El carnet de un gaucho (1931), ni uno solo de los Himnos para millonarios (quinientos ejemplares numerados y la edición popular de la imprenta de los Expedicionarios de Don Bosco, 1934), ni el Antifonario de los panes y los peces (1935), ni, por escandaloso que parezca, los doctos colofones de la Editorial Probeta (Carillas del Buzo, impresas bajo los cuidados del Minotauro, 1939)[3]. Nos duele confesar que, en veinte años de cárcel, Parodi no había tenido tiempo de estudiar el Itinerario de Carlos Anglada (trayectoria de un lírico). En este indispensable tratado, José Formento, asesorado por el mismo maestro, historia sus diversas etapas: la iniciación modernista; la comprensión (a veces la transcripción) de Joaquín Belda; el fervor panteísta de 1921, cuando el poeta, ávido de una plena comunión con la naturaleza, negaba toda suerte de calzado y deambulaba, rengo y sangriento, entre los canteros de su coqueto chalet de Vicente López; la negación del frío intelectualismo: años ya celebérrimos en que Anglada, acompañado de una institutriz y de una versión chilena de Lawrence, no trepidaba en frecuentar los lagos de Palermo, puerilmente trajeado de marinero y munido de un aro y de un monopatín; el despertar nietzscheano que germinó en Himnos para millonarios, obra de afirmación aristocrática, basada en un artículo de Azorín, de la que se arrepentiría muy luego el popular catecúmeno del Congreso Eucarístico; finalmente, el altruismo y buceo en las provincias, donde el maestro somete al escalpelo crítico a las novísimas promociones de poetas mudos, a quienes dota del megáfono de la Editorial Probeta, que ya cuenta con menos de cien suscriptores y algunas plaquettes en preparación.

Carlos Anglada no era tan alarmante como su bibliografía y su retrato; don Isidro, que estaba cebándose un mate en su jarrito celeste, alzó los ojos y vio al hombre: sanguíneo, alto, macizo, prematuramente calvo, de ojos fruncidos y obstinados, de enérgico mostacho teñido. Usaba, como decía festivamente José Formento, «un traje a cuadros». Lo seguía un señor que, de cerca, parecía el mismo Anglada visto de lejos; la calvicie, los ojos, el mostacho, la reciedumbre, el traje de cuadros se repetían, pero en un formato menor. El astuto lector ya habrá adivinado que este joven era José Formento, el apóstol, el evangelista de Anglada. Su tarea no era monótona. La versatilidad de Anglada, ese moderno Frégoli del espíritu, hubiera confundido a discípulos menos infatigables y abnegados que el autor de Pis-cuna (1929), Apuntaciones de un acopiador de aves y huevos (1932), Odas para gerentes (1934) y Domingo en el cielo (1936). Como nadie ignora, Formento veneraba al maestro; éste le correspondía con una condescendencia cordial, que no excluía, a veces, la amistosa reprimenda. Formento no era sólo el discípulo, sino también el secretario —esa bonne à tout faire que tienen los grandes escritores para puntuar el manuscrito genial y para extirpar una hache intrusa.
Anglada embistió inmediatamente el asunto:

—Usted me disculpará: yo hablo con la franqueza de una motocicleta. Estoy aquí por indicación de Gervasio Montenegro. Dejo constancia. No creo, y no creeré, que un encarcelado es persona indicada para resolver enigmas policiales. El asunto en sí no es complejo. Vivo, como es fama, en Vicente López. En mi escritorio, en mi usina de metáforas, para ser más claro, hay una caja de fierro; ese prisma con cerradura encierra (mejor dicho encerraba) un paquete de cartas. No hay misterio. Mi corresponsal y admiradora es Mariana Ruiz Villalba de Muñagorri, «Moncha» para sus íntimos. Juego a cartas vistas. A pesar de las imposturas de la calumnia, no ha habido comercio carnal. Planeamos en un plano más alto: emocional, mental. En fin, un argentino no comprenderá nunca estas afinidades. Mariana es un espíritu hermoso; más: una hembra hermosa. Este pletórico organismo está provisto de una antena sensible a toda vibración moderna. Mi obra primigenia, Las pagodas seniles, la indujo a la elaboración de sonetos. Yo corregí esos endecasílabos. La presencia de algún alejandrino denunciaba una genuina vocación para el versolibrismo. En efecto, ahora cultiva el ensayo en prosa. Ya ha escrito: Un día de lluvia, Mi perro Bob, El primer día de primavera, La batalla de Chacabuco, Por qué me gusta Picasso, Por qué me gusta el jardín, etc., etc. En fin, desciendo como un buzo a la minucia policial, más accesible a usted. Como nadie ignora, soy esencialmente multitudinario; el 14 de agosto abrí las fauces de mi chalet a un grupo interesante: escritores y suscriptores de Probeta. Los primeros exigían la publicación de sus manuscritos; los segundos, la devolución de las cuotas que habían perdido. En tales circunstancias estoy feliz, como el submarino en el agua. La vivaz reunión se prolongó hasta las dos a.m. Soy ante todo un combatiente: improvisé una casamata de butacas y taburetes y logré salvar buena parte de la vajilla. Formento, más parecido a Ulises que a Diomedes, trató de aplacar a los polemistas mediante una bandeja de madera provista de facturas surtidas y de Naranja-Bilz. ¡Pobre Formento! Sólo consiguió aumentar las reservas de proyectiles que emitían mis detractores. Cuando el último pompier se hubo retirado, Formento, con una devoción que no olvidaré, me echó un balde de agua en la cara y me restituyó a mi lucidez de tres mil bujías. Durante el colapso erigí un poema acrobático. Su título, De pie sobre el impulso; el verso final, «Yo fusilé a la Muerte a quemarropa». Hubiera sido peligroso perder ese metal del subconsciente. Sin solución de continuidad, despedí a mi discípulo. Éste, en la logomaquia, había perdido el portamonedas. Con toda franqueza, requirió mi apoyo para su traslado a Saavedra. La llave de mi inviolable Vetere tiene su reducto en mi bolsillo; la extraje, la esgrimí, la utilicé. Encontré las monedas solicitadas; no encontré las cartas de Moncha (perdón, de Mariana Ruiz Villalba de Muñagorri). El golpe no derribó mi energía; siempre de pie en el cabo Pensamiento, revisé la casa y las dependencias, desde el calefón hasta el pozo negro. El resultado de mi operación fue negativo.

—Afirmo que las cartas no están en el chalet —dijo la espesa voz de Formento—. El 15 por la mañana volví con un dato del Campano Ilustrado, que mi maestro requería para sus investigaciones. Me ofrecí para un segundo registro de la casa. No encontré nada. Miento. Descubrí algo valioso para el señor Anglada y para la República. Un tesoro que la distracción del poeta arrumbara en el sótano: cuatrocientos noventa y siete ejemplares de la obra agotada El carnet de un gaucho.

—Usted disculpará el fervor literario de mi discípulo —dijo rápidamente Carlos Anglada—. Estos hallazgos eruditos no pueden interesar a un espíritu como el suyo, rápidamente confinado en lo policial. He aquí el hecho: las cartas han desaparecido; en manos de una persona inescrupulosa estas vibraciones de una gran dama, estos archivos de materia gris y materia sentimental pueden ser una piedra de escándalo. Se trata de un documento humano que une al impacto del estilo (modelado en rojo por el mío) la frágil intimidad de una mujer de mundo. Bref: gran carnada para editores piratas y transandinos.

II

Una semana después, un largo Cadillac se detuvo en la calle Las Heras, ante la Penitenciaría Nacional. Se abrió la portezuela. Un caballero, de saco gris, pantalón de fantasía, guantes claros y bastón con empuñadura en cabeza de perro, descendió con una elegancia algo surannée y entró con paso firme por los jardines.

El subcomisario Grondona lo recibió con servilismo. El caballero aceptó un habano de Bahía y se dejó conducir a la celda 273. Don Isidro, en cuanto lo vio, ocultó un atado de Sublimes bajo su birrete reglamentario, y dijo con dulzura:

—Pucha que la carne se vende bien en Avellaneda. Ese trabajo enflaquece a más de uno; a usted lo engorda.

—Touché, mi querido Parodi, touché. Confieso mi embonpoint. La princesa me encarga que le bese la mano —replicó Montenegro entre dos bocanadas azules—. También nuestro común amigo Carlos Anglada (espíritu chispeante, si los hay, pero carente de la disciplina mediterránea) lo recuerda. Lo recuerda demasiado, inter nos. Ayer nomás irrumpió en mi bufete. Bastaron dos portazos y una respiración casi asmática, para que el catador de fisonomías descubriera en un abrir y cerrar de ojos que Carlos Anglada estaba nervioso. Comprendí enseguida: la congestión del tráfico es adversa a la serenidad del espíritu. Usted, más sabio, ha elegido bien: la reclusión, la vida metódica, la falta de excitantes. En el corazón de la ciudad, su pequeño oasis parece de otro mundo. Nuestro amigo es más débil: basta una quimera para aterrarlo. Francamente, lo creí de temple más recio. Al principio afrontó la pérdida de las cartas con el estoicismo de un clubman; ayer he constatado que esa fachada no era más que una máscara. El hombre ha sido herido, blessé. En mi bufete, ante un Maraschino 1934, entre el humo tonificante de los habanos, el hombre se despojó de todo antifaz. Comprendo su alarma. La publicación del epistolario de Moncha sería un rudo golpe para nuestra sociedad. Una mujer hors concours, mi querido amigo: belleza física, fortuna, linaje, figuración: espíritu moderno en vaso de Murano. Carlos Anglada, lastimero, insiste en que la publicación de esas cartas comportaría su ruina y la besogne, decididamente antihigiénica, de ultimar a ese colérico Muñagorri en un lance de honor. Con todo, mi estimable Parodi, le ruego que no pierda su sangre fría. Ya he dado el primer paso: invité a Carlos Anglada y a Formento a pasar unos días en la cabaña La Moncha, de Muñagorri. Noblesse oblige: reconozcamos que la obra de Muñagorri ha llevado el progreso a toda una zona del Pilar. Usted debiera resolverse a examinar de cerca esa maravilla. Es una de las pocas estancias donde el acervo nacional de la tradición se mantiene vivo y pujante. Pese a la intromisión del dueño de casa, hombre tiránico y chapado a la antigua, ninguna nube empañará esa reunión de amigos. Mariana hará los honores, deliciosamente, por cierto. Le aseguro que este viaje no es un capricho de artista: nuestro médico de cabecera, el doctor Mugica, aconseja tratar enérgicamente mi surmenage. Pese a la cordial insistencia de Mariana, la princesa no podrá acompañarnos. La retienen sus múltiples tareas en Avellaneda. Yo, en cambio, prolongaré la villégiature hasta el Día de la Primavera. Como usted acaba de comprobar, no he vacilado ante el remedio heroico. Dejo en sus manos la minucia policial, la obtención de las cartas. Mañana mismo, a las diez, la alegre caravana automovilística parte del cenotafio de Rivadavia, rumbo a La Moncha, ebria de ilimitados horizontes, de libertad.

Con un ademán preciso, Gervasio Montenegro interrogó su áureo Vacheron et Constantin.

—El tiempo es oro —exclamó—. He prometido visitar al coronel Harrap y al reverendo Brown, sus confrères de establecimiento penal. Hace poco visité en la calle San Juan a la baronne Puffendorf-Duvernois, née Pratolongo. Su dignidad no ha sufrido, pero su tabaco abisinio es abominable.


III

El 5 de septiembre, al atardecer, un visitante con brazal y paraguas entró en la celda 273. Habló enseguida; habló con funeraria vivacidad; pero don Isidro notó que estaba preocupado.

—Aquí me tiene, crucificado como el sol en la hora del ocaso —José Formento indicó vagamente un tragaluz que daba al lavadero—. Usted dirá que soy un Judas, entregado a tareas sociales, mientras el Maestro sufre persecuciones. Pero mi motor es muy otro. Vengo a exigirle, más aún a solicitarle, que mueva las influencias acumuladas en tantos años de convivencia con la autoridad. Sin el amor, la caridad es imposible. Como dijo Carlos Anglada en su Llamado a las Juventudes Agrarias: Para inteligir el tractor, es menester amar el tractor; para inteligir a Carlos Anglada, es menester amar a Carlos Anglada. Quizá los libros del maestro no sirvan para la investigación policial; le traigo un ejemplar de mi Itinerario de Carlos Anglada. Ahí, el hombre que despista a los críticos e interesa aún a la policía se revela como un impulsivo, un niño casi.

Abrió al azar el volumen y lo puso en manos de Parodi. Éste, efectivamente, vio una fotografía de Carlos Anglada, calvo y enérgico, vestido de marinero.

—Usted como fotografista será una eminencia, no le discuto; pero lo que yo necesito es que me refieran el sucedido desde el 29 a la noche; también me gustaría saber cómo se llevaba esa gente. He leído los sueltitos de Molinari; no tiene basura en la cabeza, pero uno acaba por marearse con tanta fotografía. No se altere, joven, y cuénteme las cosas en orden.

—Le daré una instantánea de los hechos. El 24 llegamos a la estancia. Gran cordialidad y armonía. La señora Mariana (traje de montar de Redfern, ponchillo de Patou, botas de Hermés, maquillaje plein air de Elizabeth Arden) nos recibió con su sencillez habitual. El dúo Anglada-Montenegro discutió la puesta de sol hasta muy entrada la noche. Anglada la reputó inferior a los faroles de un automóvil que devora el macadam; Montenegro, a un soneto del mantuano. Por fin, ambos beligerantes ahogaron el espíritu polémico en un vermouth con bitter. El señor Manuel Muñagorri, aplacado por el tacto de Montenegro, se mostraba resignado a nuestra visita. A las ocho en punto, la institutriz (una rubia de lo más grosera, créame usted) trajo al Pampa, único fruto de una pareja feliz. La señora Mariana, en lo alto de la escalinata, extendió los brazos al niño y éste, de facón y chiripá, corrió a ocultarse en la caricia materna. Escena inolvidable, por lo demás repetida todas las noches, que nos demuestra la perduración de los vínculos familiares en pleno clima de mundaneidad y bohemia. Inmediatamente, la institutriz se llevó al Pampa. Muñagorri explicó que toda la pedagogía estaba cifrada en el precepto salomónico: escatima el palo y estropearás al niño. Me consta que para obligarlo a usar facón y chiripá tenía que poner en práctica ese precepto.

»El 29 al atardecer presenciamos, desde la terraza, un desfile de toros, grave y espléndido. A la señora Mariana debimos ese cuadro rural. Si no fuera por ella, esa y otras impresiones gratísimas serían imposibles. Con franqueza viril debo confesar que el señor Muñagorri (apreciable como cabañero, sin duda) era un anfitrión huraño y desatento. Casi no nos dirigía la palabra, prefería el diálogo de capataces y de peones; le interesaba más la futura exposición de Palermo que esa maravillosa coincidencia de la Naturaleza con el Arte, de la pampa con Carlos Anglada, que vuelta a vuelta se operaba en su propiedad. Mientras abajo desfilaban las bestias, oscuras en la muerte del sol, arriba, en la terraza, el grupo humano se afirmaba más conversador y locuaz. Bastó una interjección de Montenegro sobre la majestad de los toros para despertar el cerebro de Anglada. El maestro, de pie sobre sí mismo, improvisó una de esas fecundas tiradas líricas que pasman por igual al historiador y al gramático, al frío razonador y al gran corazón. Dijo que en otras épocas los toros eran animales sagrados; antes, sacerdotes y reyes; antes, dioses. Dijo que el mismo sol que iluminaba ese desfile de toros había visto, en las galerías de Creta, desfiles de hombres condenados a muerte por haber blasfemado del toro. Habló de hombres a quienes la inmersión en la caliente sangre de un toro había hecho inmortales. Montenegro quiso evocar una sangrienta función de toros embolados que él presenciara en las arenas de Nîmes (bajo el crepitante sol provenzal); pero Muñagorri, enemigo de toda expansión del espíritu, dijo que, en materia de toros, Anglada no era más que un tendero. Entronizado en un enorme sillón de paja, afirmó, cosa evidente, que él se había educado entre toros y que eran animales pacíficos y hasta cobardes, pero muy botadores. Fíjese que para convencer a Anglada, trataba de hipnotizarlo (no le quitaba los ojos de encima). Dejamos al maestro y a Muñagorri en pleno deleite polémico; guiados por esa incomparable dueña de casa que es la señora Mariana, Montenegro y yo pudimos apreciar en todos los detalles el motor de la luz. Sonó el gong, nos sentamos a comer y acabamos la carne de vaca antes que regresaran los polemistas. Era evidente que había triunfado el maestro; Muñagorri, hosco y vencido, no dijo una sola palabra durante la comida.

»Al día siguiente me invitó a conocer el pueblo del Pilar. Fuimos los dos solos, en su americanita. Como argentino gocé a pleno pulmón en nuestra escapada por la pampa típica y polvorienta. El padre sol derrochaba sus benéficos rayos sobre nuestras cabezas. Los servicios de la Unión Postal se extienden a esos andurriales sin pavimentos. Mientras Muñagorri absorbía líquidos inflamables en el almacén, yo confié a la boca de un buzón un saludo filial a mi editor, al dorso de mi fotografía en traje de gaucho. La etapa del retorno fue desagradable. A los barquinazos de la vía crucis, ahora se agregaban las torpezas del borracho; confieso hidalgamente que me apiadó ese esclavo del alcohol y le perdoné el feo espectáculo que me brindaba; castigaba el caballo como si fuera su hijo; la americana zozobraba continuamente y más de una vez temí por mi vida.

»En la estancia, unas compresas de lino y la lectura de un antiguo manifiesto de Marinetti restituyeron mi equilibrio.

»Ahora llegamos, don Isidro, a la tarde del crimen. Lo presagió un incidente desagradable: Muñagorri, siempre fiel a Salomón, asestó una tunda de palos a las asentaderas del Pampa que, seducido por los falaces reclamos del exotismo, se negaba a la portación de cuchillo y rebenquito. Miss Bilham, la institutriz, no supo guardar su lugar y prolongó ese episodio tan poco grato recriminando acerbamente a Muñagorri. No trepido en afirmar que la pedagoga intervino de ese modo tan destemplado, porque tenía en vista otra colocación: Montenegro, que es un lince para descubrir bellas almas, le había propuesto no sé qué destino en Avellaneda. Todos nos retiramos contrariados. La dueña de casa, el maestro y yo nos encaminamos al tanque australiano; Montenegro se retiró a la casa con la institutriz. Muñagorri, obsesionado con la próxima exposición y de espaldas a la naturaleza, se fue a ver otro desfile de toros. La soledad y el trabajo son los dos báculos en que se apoya el verdadero hombre de letras; aproveché un recodo del camino para dejar a mis amigos; fui a mi dormitorio, verdadero refugio sin ventanas donde no llega el eco más remoto del mundo externo: Prendí la luz y entré en el surco de mi traducción popular de La soirée avec M. Teste. Imposible trabajar. En el cuarto de al lado conversaban Montenegro y Miss Bilham. No cerré la puerta por temor de ofender a Miss Bilham y para no asfixiarme. La otra puerta de mi habitación da, como usted sabe, al vaporoso patio de la cocina.

»Oí un grito; no procedía del cuarto de Miss Bilham; creí reconocer la incomparable voz de la señora Mariana. Por corredores y escaleras llegué a la terraza.

»Allí, sobre el poniente, con la sobriedad natural de la gran actriz que hay en ella, la señora Mariana indicaba el cuadro terrible que, por desdicha mía, no olvidaré. Abajo, como ayer, habían desfilado los toros; arriba, como ayer, el amo había presidido el lento desfile; pero esta vez habían desfilado para un solo hombre; ese hombre estaba muerto. Por los dibujos del respaldo de paja había entrado un puñal.

»Sostenido por los brazos del alto sillón seguía erecto el cadáver. Anglada comprobó con horror que el increíble asesino había utilizado el cuchillito del niño.

—Dígame, don Formento, ¿cómo se habrá agenciado esa arma el forajido?

—Misterio. El chico, después de agredir a su padre, tuvo un ataque de furia y tiró sus enseres de gaucho detrás de las hortensias.

—Ya lo sabía. ¿Y cómo explica la presencia del rebenquito en la pieza de Anglada?

—Muy fácilmente, pero con razones vedadas a un pesquisa. Como lo demuestra la fotografía que usted ha visto, en la proteiforme vida de Anglada hubo el periodo que llamaremos pueril. Aún hoy, el campeón de los derechos de autor y del arte por el arte siente el invencible imán que ejercen los juguetes sobre el adulto.

IV

El 9 de septiembre entraron dos damas de luto en la celda 273. Una era rubia, de poderosas caderas y labios llenos; la otra, que vestía con mayor discreción, era baja, delgada, el pecho escolar y de piernas finas y cortas.

Don Isidro se dirigió a la primera:

—Por las mentas, usted debe ser la viuda de Muñagorri.

—¡Qué gaffe! —dijo la otra con un hilo de voz—. Ya dijo lo que no era. Qué va a ser ella, si vino para acompañarme. Es la fräulein, Miss Bilham. La señora de Muñagorri soy yo.

Parodi les ofreció dos bancos y se sentó en el catre. Mariana prosiguió sin apuro.

—Qué amor de cuartito, y tan distinto al living de mi cuñada, que es un horror de biombos. Usted se ha adelantado al cubismo, señor Parodi, aunque ya no se usa. Con todo yo que usted le hacía dar a esa puerta una mano de Duco por Gauweloose. Me fascina el hierro pintado de blanco. Mickey Montenegro (¿a usted no le parece que es muy genial?) nos dijo de venir a molestarlo. Qué volada haberlo encontrado. Yo quería hablar con usted, porque es una droga estar repitiendo esta historia a comisarios que la aturden a una a preguntas y a mis cuñadas que son un opio.

»Le voy a contar el día 30 desde por la mañana. Estábamos Formento, Montenegro, Anglada, yo y mi marido y nadie más. La princesa, lástima que no pudo venir, porque tiene un charme que se acabó con los comunistas. Mire lo que son las cosas de la intuición femenina y de madre. Cuando Consuelo me trajo el jugo de ciruelas, yo tenía un dolor de cabeza que volaba. Lo que son los hombres para la incomprensión. Lo primero fui al dormitorio de Manuel y ni quiso oírme porque le interesaba más su dolor de cabeza que no era para tanto. Las mujeres, como tenemos la escuela de la maternidad, no somos tan flojas. También la culpa la tenía él, por acostarse tarde. La víspera estuvo hasta las mil y quinientas hablando con Formento sobre un libro. Qué se mete a hablar de lo que no sabe. Llegué al final de la discusión, pero en el acto pesqué de qué se trataba. Pepe (Formento, quiero decir) está por imprimir una traducción popular de La soirée avec M. Teste. Para llegar a las masas, que al fin y al cabo es lo único, le ha puesto como nombre en español La serata con don Cacumen. Manuel, que no quiso nunca entender que sin el amor la caridad es imposible, se había empeñado en desanimarlo. Le decía que Paul Valéry recomienda a los otros el pensamiento pero no piensa, y Formento que ya tiene lista la traducción, y yo que siempre digo en La Casa de Arte que hay que traerlo a Valéry a dar conferencias. Yo no sé qué había ese día, pero el viento Norte nos tenía a todos como locos, sobre todo a mí que soy tan sensible. Hasta la fräulein no se dio su lugar y se metió con Manuel por el Pampa, que no le gusta el traje de gaucho. No sé por qué le cuento estas cosas, que son de la víspera. El día 30, después del té, Anglada, que no piensa más que en él y que no sabe que odio caminar, se empeñó en que yo le volviera a mostrar el tanque australiano, con tanto sol y tanto mosquito. Por suerte que pude zafarme y volví a leer a Giono: no me diga que no le gusta Accompagné de la flûte. Es un libro bestial, que a una la distrae de la estancia. Pero antes quise verlo a Manuel, que estaba en la terraza con la manía de los toros. Serían casi las seis y yo subí por la escalera de los peones. Yo es una cosa que me quedé y dije ¡Ah! ¡Qué cuadro! Yo con la campera salmón y los shorts de Vionnet contra la baranda y, a dos pasos, Manuel clavado en el sillón, que le habían hundido por el respaldo el cuchillito del Pampa. Por suerte, el inocente estaba cazando gatos y se libró de ver esa cosa horrible. A la noche se vino con media docena de colas.

Miss Bilham agregó:

—Las tuve que tirar por la letrina porque daban tan feo olor.

Lo dijo con una voz casi voluptuosa.

V

Anglada, esa mañana de septiembre, estaba inspirado. Su mente lúcida comprendía el pasado y el porvenir; la historia del futurismo y los trabajos de zapa que algunos hommes de lettres urdían a su espalda para que él aceptara el premio Nobel. Cuando Parodi creyó que esa verba se había agotado, Anglada esgrimió una carta y dijo con una risa benévola:

—¡Ese pobre Formento! Decididamente los piratas chilenos saben su negocio. Lea esta carta, amigo Parodi. No quieren publicar esa grotesca versión de Paul Valéry.

Don Isidro leyó con resignación:

«Muy Sr. mío:
Cúmplenos repetir lo que ya explicamos en contestación a las suyas del 19, 26 y 30 de agosto ppdo. Imposible costear edición: gastos de clichés y derechos de Walt Disney, de impresos para Año Nuevo y Pascua en lenguas extranjeras, hacen impracticable el negocio a menos que usted se avenga a adelantar el importe del pliego único y gastos de almacenamiento en el Guardamuebles La Compresora.
Quedamos a sus gratas órdenes.
Por el subgerente:
Rufino Gigena S.»

Don Isidro, al fin, pudo hablar:

—Esa cartita comercial viene como caída del cielo. Ahora empiezo a atar cabos. Hace rato que usted se da el gusto de hablar de libros. Yo también puedo hablar. Últimamente leí esta cosa que trae esas figuras tan lindas: usted con zancos, usted vestido de criatura, usted biciclista. Mire que me he reído. Quién iba a decirle a uno que don Formento, mozo marica y fúnebre si los hay, supiera reírse tan bien de un sonso. Todos sus libros son un titeo: usted se manda los Himnos para millonarios, y el mocito, que es respetuoso, las Odas para gerentes; usted, La libreta de un gaucho; el otro, Las apuntaciones de un acopiador de aves y huevos. Oiga, le voy a contar desde el principio lo que pasó.

»Primero vino un pavote con el cuento de que le habían robado unas cartas. No le hice caso, porque, si un hombre ha perdido algo, no le va a encargar a un preso que se lo busque. El pavote decía que las cartas comprometían a una señora; que no tenía nada con la señora, pero que se carteaban por afición. Eso lo dijo para que yo pensara que la señora era su querida. A la semana vino ese pan de Dios, Montenegro, y dijo que el pavote andaba de lo más preocupado. Esta vez usted había procedido como alguien que de veras ha perdido algo. Fue a ver a uno que todavía no está en la cárcel y que es mentado como pesquisa. Después todos se fueron al campo, murió el finado Muñagorri, don Formento y una tilinga vinieron a fastidiarme y yo empecé a maliciar la cosa.

»Usted me dijo que le habían robado las cartas. Hasta me dio a entender que se las había robado Formento. Lo que usted quería era que la gente hablara de esas cartas y que se imaginaran no sé qué fábulas de usted y de la señora. Después la mentira le salió verdad: Formento le robó las cartas. Las robó para publicarlas. Usted ya lo tenía cansado; con las dos horas de monólogo que usted me ha descargado esta tarde, lo justifico al mozo. Le había tomado tanta rabia que ya no le bastaban las indirectas. Se resolvió a publicar las cartas, para acabar de una vez y para que toda la República viera que usted no tenía nada con la Mariana. Muñagorri veía las cosas de otro modo. No quería que su mujer se pusiera en ridículo con un librito de zonceras. El 29 le paró el carro a Formento. De esta sesión, Formento no me dijo nada; estaban discutiendo el asunto cuando llegó Mariana y tuvieron la finura de hacerle creer que hablaban de un libro que Formento estaba copiando del francés. ¡Qué pueden importarle a un hombre de campo los libros de gente como ustedes! Al otro día Muñagorri se lo llevó a Formento al Pilar, con una carta a los de la imprenta para que pararan el libro. Formento vio el asunto color de hormiga y decidió librarse de Muñagorri. No le dolía mucho, porque siempre había el riesgo de que se descubrieran sus amores con la señora. Esa tilinga no podía contenerse: hasta andaba repitiendo las cosas que le oía (lo del amor y la caridad, lo de la inglesa que no había dado su lugar…). Hasta una vez se traicionó al nombrarlo.

»Cuando Formento vio que el chico había tirado sus prendas de gaucho, comprendió que había llegado la hora. Caminó sobre seguro. Se agenció una buena coartada: dijo que estaba abierta la puerta entre su dormitorio y el de la inglesa. Ni ella ni el amigo Montenegro lo desmintieron; sin embargo, es costumbre cerrar la puerta para esos pasatiempos. Formento eligió bien el arma. El cuchillo del Pampa servía para complicar a dos personas: al mismo Pampa, que es medio loco, y a usted, don Anglada, que se finge amante de la señora y que más de una vez se hizo el nene. Dejó el rebenquito en la pieza de usted, para que lo encontrara la policía. A mí me trajo el libro de las figuras, para darme la misma sospecha.

»Con toda comodidad salió a la terraza y lo apuñaló a Muñagorri. Los peones no lo vieron porque estaban abajo, atareados con los toros.

»Vea lo que es la Providencia. Todo eso había hecho el hombre para sacar un libro con las cartitas de esa tilinga y las felicitaciones de Año Nuevo. Basta mirar a esa señora para adivinar lo que son sus cartas. No es milagro que los de la imprenta les sacaran el cuerpo.

Quequén, 22 de febrero de 1942.