Luis Alsó Pérez
(Artículo publicado en el nº 11 de la Revista Disenso, Las Palmas de Gran Canaria, Mayo de 1995)
Unas aclaraciones previas al título que encabeza este artículo. Cuando hablo de socialismo me refiero a la izquierda transformadora en general, excluyendo expresamente a la socialdemocracia, apuntaladora del sistema capitalista, que usurpa aquel calificativo, contribuyendo deliberadamente a la ceremonia de la confusión hoy tan en boga. Cuando hablo de enfermedad senil me refiero a que el electoralismo genera un anquilosamiento deformante de los partidos de izquierda, del que sólo se puede salir con la cura de rejuvenecimiento que supone volver a beber en sus olvidados principios. Dicho esto, pasemos a describir la etiología y patología de la enfermedad.
El origen está en la confusión del poder institucional con el poder real, y la equivocada creencia de que desde aquél se puede transformar la sociedad. Ello conduce a priorizar el plano institucional sobre el plano social, abandonando el trabajo de masas. Aunque, en teoría, un partido de izquierdas puede utilizar el plano institucional sólo como complemento de un plano social prioritario –y de hecho, figura así en muchas declaraciones programáticas– en la práctica estas prioridades se invierten, y la mecánica electorera acaba, más temprano que tarde, generando graves deformaciones orgánicas e ideológicas que la incapacitan para transformar la sociedad.
Desde el punto de vista orgánico y estratégico, esas deformaciones suelen producirse según una secuencia:
En primer lugar, los partidos se convierten en maquinarias electorales que se animan sólo en tiempo de comicios y languidecen durante el resto.
Segundo, se estructuran verticalmente en base a los candidatos con gancho electoral, sacrificando la democracia interna, y convirtiéndose, de hecho, en partidos de cargos públicos.
Tercero, la militancia partidaria de base se ve arrastrada a una posición puramente subordinada de apoyo logístico a los cargos públicos, cuyo trabajo institucional absorbe las energías del partido.
Cuarto, los jóvenes se ven solicitados casi exclusivamente en las campañas electorales, generalmente como pegatineros, y lejos, por tanto, de cualquier protagonismo ilusionante.
Quinto, la desmoralización redunda en un acusado descenso de la militancia de ideales, que va siendo sustituida paulatinamente por la militancia de prebendas.
Sexto, en aras de la captación de votos se van podando los programas electorales de todo aquello que pueda asustar a los votantes. La táctica sustituye a la estrategia.
Séptimo, de aplazar los objetivos revolucionarios se pasa a revisarlos, siempre a impulsos de aquel oportunismo, especialmente si los resultados electorales son malos o decepcionantes.
Octavo, la batalla electoral se convierte en la madre de todas las batallas, y el miedo al desierto extraparlamentario, o a la oposición meramente testimonial, impulsan a alianzas desesperadas, que dejan aún más jirones programáticos por el camino.
Noveno, perdido el norte ideológico, queda como único norte el poder por el poder –el poder a cualquier precio–, antesala de la corrupción; y, en el mejor de los casos, de un vago reformismo resignadamente posibilista, de claro sabor socialdemócrata light.
Y décimo, la disolución en el reformismo y la corrupción determinan que, en cuanto falta el cemento aglutinante del poder, aquellos partidos de la izquierda transformadora acaben desapareciendo, a veces en forma traumática.
Analicemos ahora las graves deformaciones que se producen en el plano ideológico y de la acción política.
DEMOCRACIAS VIGILADAS
En la confusión del poder institucional con el poder real subyace el olvido del análisis marxista de la democracia burguesa, que nos dice que es sólo una democracia formal; es decir, la superestructura, sólo en apariencia justa, de una infraestructura socioeconómica injusta. Y no sólo porque, como decía Lenin, las constituciones burguesas nunca son neutrales, pues siempre contienen artículos que, mas o menos explícitamente, permiten, en caso de emergencia, lanzar al ejército contra el pueblo; sino, sobre todo, porque detrás y encima del poder formal que con llevan las instituciones están los poderes fácticos, que constituyen un poder en la sombra –el poder real– capaz de desestabilizar cualquier gobierno que actúe contra sus intereses.
Las democracias burguesas son, pues, democracias vigiladas, y el juego parlamentario está muy lejos de ser algo limpio y pluralista en el que gana el mejor. Tras él se esconde la verdadera lucha, la lucha de clases, en la gana el más fuerte. Y para ser más fuerte, la izquierda no puede apoyarse exclusivamente en el poder institucional, sino que necesita estar respaldada, además, por un fuerte poder social: este es el poder fáctico de la izquierda.
Incluso los programas socialdemócratas tendientes al simple mantenimiento del Estado de Bienestar son ya difícilmente viables ante la fuerte presión que, para su desmantelamiento, están imponiendo aquellos poderes, empezando por el Fondo Monetario Internacional, verdadero ministro de economía a nivel mundial. Estos poderes acumulan, además, en sus manos los grandes medios de comunicación de masa, el llamado cuarto poder, hoy quizá el primero.
Ellos constituyen un elemento fundamental de ese Estado paralelo –muchas veces Estado-mafia– que los mismos configuran, pues con marketing y dinero, más que con buenos programas, se ganan hoy, por ejemplo, las elecciones. El caso de Italia, donde Berlusconi, miembro de la logia P-2 –verdadero ejemplo de Estado paralelo–, sin moverse de la casa, pero poniendo a trabajar a toda máquina su vasto imperio televisivo y editorial, consigue darle vuelta a un panorama electoral dominado antes por la izquierda, es sobradamente ilustrativo de lo que decimos.
¿Es el voto por sí mismo fuente de poder social? ¿Es, en cualquier caso, el poder social que la izquierda necesita? Es cierto que en la izquierda hay un voto fiel y comprometido, un voto informado y militante, sustancialmente distinto del voto de derechas que, frecuentemente ignora hasta los programas; es el llamado voto de calidad. Pero sobre éste, generalmente magro y de lento crecimiento, se superpone un voto, hipervalorado por los partidos electoralistas, que no se plantea el cambio de sistema, sino que obedece más bien a motivos oportunistas.
Ello explica el frecuente error de cálculo que comete la izquierda al extrapolar, por ejemplo, los éxitos electorales de los comicios locales a los generales. La historia política europea de posguerra nos ofrece ejemplos de poderosos partidos comunistas, como el francés y el italiano, que, acaparando los ayuntamientos más importantes de sus países, nunca consiguieron superar cotas del veinte o el treinta por ciento en el Parlamento.
En cualquier caso, sería un autoengaño suponer que el cambio de voto, supone, por sí mismo, un cambio de sociedad. Lo que la izquierda tiene que enseñar a las masas no es tanto a votar de otra manera como a vivir de otra manera, porque sería una grave equivocación confundir el simple aumento del respaldo electoral de las masas con un cambio cultural en ellas, con el nacimiento de una sociedad nueva.
La confusión sobre el valor real del voto ha acarreado trágicas consecuencias para la izquierda. Basta recordar el caso de Chile, donde el nivel de respaldo electoral a la Unidad Popular no se correspondía con el nivel de poder social necesario para afrontar y vencer las previsibles maniobras de desestabilización de los poderes fácticos interiores y exteriores.
Ese nivel de poder social sólo lo pueden dar las masas concientizadas, organizadas y movilizadas tras una larga trayectoria de lucha. Ese es el verdadero poder fáctico que la izquierda necesita. El poder institucional sin este poder social no sirve para nada, salvo para acumular derrotas y frustraciones. Es suicida dar a entender a las masas que el sistema es neutral y que el poder está ahí para quien lo gane en buena lid; que lo único que hay que hacer es desalojar a la derecha por medio del voto.
La patología electorera se caracteriza por una engañosa –y peligrosa– ilusión: creer que consiguiendo el poder institucional se consigue un atajo que ahorra el largo camino de la lucha de masas. Es decir, se sueña con transformar la sociedad desde el sistema, en lugar de transformar el sistema desde la sociedad. Esta grave perversión ideológica podría formularse como “ganemos las elecciones y todo lo demás vendrá por añadidura”. O sea, una revolución “desde arriba” que es, en realidad, una reedición del despotismo ilustrado (“todo para el pueblo pero sin el pueblo”) revivido ahora por la corriente oportunista pequeñoburguesa que infecta a los partidos de izquierda.
Pero este atajo ni lleva a detentar el poder real ni sirve para transformar la sociedad. La reciente historia ofrece elocuentes ejemplos de partidos de izquierda que accedieron al poder institucional y se vieron obligados a aparcar sine die su revolución desde arriba. El Partido Socialista Francés y el Partido Socialista Obrero Español pueden servir de ejemplo de cómo el atajo se convirtió en atasco. Felipe González, contestando a Izquierda Unida, que le increpaba por su política de derechas, decía, tildándolos de utópicos, que “hoy en Europa sólo se puede hacer una determinada política económica”. Con lo cual, y aunque se pueda poner en tela de juicio su voluntad de enfrentarse al sistema, estaba manifestando claramente su impotencia, pese a estar respaldado por diez millones de votos.
LA REVOLUCIÓN DESDE ARRIBA
El abandono del trabajo de masas y el alejamiento de la sociedad civil en general, es la secuela más grave de la enfermedad electoral. Obedece, decíamos, a que se olvida que la cultura de las masas no puede cambiarse en profundidad desde el gobierno, y que, sin ese cambio cultural, la revolución desde arriba fracasará. Pues la cultura revolucionaria es, básicamente, la cultura de la solidaridad, y sólo puede arraigar en las masas a través de la lucha colectiva y el ejemplo personal de los hombres de la izquierda, porque no basta con predicarla, también hay que vivirla. Sólo se asume con la praxis, al igual que los demás valores (austeridad, coparticipación, corresponsabilidad, etcétera), necesarios para revertir la cultura individualista, consumista y antiecológica del sistema.
Conviene, a este respecto, repasar la historia de las revoluciones triunfantes para comprobar cómo han venido precedidas, sin excepción, por un cambio cultural, un cambio de valores, asumido por unas masas dispuestas a luchar contra un sistema que, como una cáscara vacía, ya sólo conservaba su capacidad represiva.
El cristianismo consigue erosionar al Imperio Romano porque, a pesar de ser una secta proscrita, inculca a las masas la cultura de la solidaridad y de la austeridad frente a un poder corrupto y opresor. La revolución francesa triunfa cuando las ideas de libertad, igualdad y fraternidad traídas por el enciclopedismo prenden en el pueblo oprimido. Igualmente, antes del triunfo de la revolución soviética contra el zarismo, se había instalado en las masas (fundamentalmente a través de los soviets) la cultura de la solidaridad y de la coparticipación-corresponsabilidad.
Incluso revoluciones dudosamente progresistas, como la del integrismo islámico en nuestros días (caso de Irán), han triunfado frente a poderes tiránicos u oligárquicos porque ha habido previamente una revolución cultural asumida por las masa; en buena medida gracias a una solidaridad que no sólo se ha predicado, sino que se ha sabido materializar en redes asistenciales paralelas. Cuando el pueblo les vota no vota promesas, vota realidades.
EMPEZAR LA CASA POR EL TEJADO
Se necesita no tanto que las masas empiecen a creer en los partidos de izquierda como que empiecen a creer en sí mismas, esto es, en el poder de la solidaridad. Proporcionar esta fe es la misión fundamental de la izquierda transformadora. Todo lo demás –incluidos los votos– vendrá por añadidura. El cambio social, insistimos, sólo puede venir de la mano de la praxis, esto es, de la lucha diaria. No basta con estar convencidos de que hay que vivir de otra manera; hay que aprender a vivir de otra manera, y comprobar que así somos más fuertes y felices. De esta forma una hipotética victoria electoral no sería el origen del cambio, sino su consecuencia. La izquierda electoralista trata de empezar, pues, la casa por el techo.
Esa izquierda, víctima de la amnesia senil, ha perdido la memoria histórica de los gloriosos capítulos escritos cuando, por ser una fuerza proscrita, su lucha se desarrollaba obligadamente al margen de las instituciones. Por ello tacha de testimonial –en el sentido de inoperante– a la lucha extraparlamentaria. Refresquemos su memoria con dos ejemplos muy cercanos.
El primero se refiere a la etapa franquista, durante la cual la izquierda ilegalizada y perseguida, se vio obligada a trabajar exclusivamente entre las masas, con el objeto de convertirlas en un fuerte poder social capaz de enfrentarse a los poderes fácticos de la dictadura; y, a pesar de tenerlo que hacer en condiciones sumamente adversas, consiguió ponerla contra las cuerdas en sus últimos años; pues las luchas sindicales, estudiantiles y vecinales en España eran las más virulentas de Europa.
Paradójicamente, toda aquella combatividad se desinfló cuando, tras la entronización de la democracia formal, aquellos partidos de izquierda dieron a entender a las masas que, “para consolidar la democracia”, no convenían ya las movilizaciones callejeras, pues el combate se trasladaba ahora a las urnas. Dicho combate quedaba reducido a votar cada cuatro años, y el mensaje de “si lucháis resolveréis vuestros problemas” fue sustituido por el de “si nos votáis, resolveremos vuestros problemas”. El desencanto y la desmovilización han sido las nefastas consecuencias de esa perversión del mensaje revolucionario.
El segundo se refiere al joven movimiento ecopacifista alemán que, en su primera etapa, fue de una pujanza sin par en Europa, por donde se desplazaban sus populares líderes sembrando un ejemplo y un mensaje inquietantes para el establishment. Posteriormente, una polémica entre “realos” y “fundis” –partidarios aquellos de convertirse en partido y éstos de seguir como movimiento extraparlamentario– se salda con la victoria de los primeros, y empieza para los verdes germanos la senda de la decadencia. Sus combativas y espectaculares movilizaciones brillan ahora por su ausencia, y han acabado convirtiéndose en un adorno cuasi folklórico de un sistema que los ha fagocitado.
El alejamiento de la sociedad por parte de los partidos de la izquierda electoralista engendra, por otra parte, peligrosos fenómenos de retroalimentación negativa. Porque, cuando la enfermedad se desencadena, los pocos líderes de masas que van quedando van siendo catapultados –como recompensa– a los cargos públicos, al valorárseles como potenciales fuentes de votos; dejando a aquellas descabezadas y políticamente huérfanas, a merced del alienante mensaje mediático del sistema que les desmoviliza y les hace perder cualquier vestigio de solidaridad y fe en sí mismas.
Esto hace que las masas alienadas sean cada vez más difíciles de movilizar –a veces cuesta simplemente reunir unas decenas de personas– lo que desalienta el trabajo entre ellas e impulsa a los partidos a escorarse aún más hacia el atajo electoralista.
Cuando, esporádicamente, esos partidos salen a la calle a sumarse a alguna movilización espontánea de algún colectivo social lo hace pensando sólo en rentabilizarlo en forma de votos. El trabajo paciente y tenaz, no rentable electoralmente a corto plazo, no interesa. Esa rentabilidad oportunista se convierte en la suprema guía de actuación, perdiéndose toda referencia ideológica y ética. Se piensa sólo en términos de capital electoral, no de capital moral y hegemonía ideológica –en el sentido gramsciano– que puedan acarrear una rentabilidad a largo plazo. En forma no sólo de votos, sino sobre todo de poder social, con cuyo respaldo el poder institucional devendría entonces en poder verdadero.
DEL DESENCANTO A LA IRA
Los sociólogos atribuyen, unánimemente, la decadencia de la democracia parlamentaria burguesa a la marginación de la sociedad civil. Dicha marginación, natural en los partidos de derecha, es imperdonable en los de izquierda, que empiezan a ser vistos como parte integrante de la despectivamente llamada “clase política” por unas masas que están pasando, acelerada y peligrosamente, del desencanto a la ira.
Y este divorcio es tanto más peligroso por cuanto la revolución cultural que hoy la sociedad necesita es más apremiante y profunda que nunca en el pasado; pues se trata, de hecho, de un cambio de civilización necesario para afrontar desafíos globales sociológicos y ecológicos que no admiten demora. Dichos desafíos sólo pueden afrontarse desde la solidaridad, pues de lo contrario, estamos abocados a la barbarie y la destrucción; o, en el mejor de los casos, a una nueva Edad Media.
Hoy la utopía consiste en creer que podemos seguir viviendo como hasta ahora. Respondiendo a aquellos desafíos empiezan a surgir, al margen de los partidos de izquierda, y ganando esa calle abandonada por ellos, movimientos extraparlamentarios que, aunque desde ángulos parciales, empiezan a cuestionar el sistema: Greenpeace, Foro Alternativo, etcétera. Ellos ofrecen una imagen ilusionante para la juventud, cantera del idealismo, olvidada hoy por la izquierda electoralista. Su pujanza contrasta con la arterioesclerosis e inoperancia de ésta, que se convierte, de hecho, en la verdadera izquierda testimonial.
Resumiendo: la nueva sociedad no puede ser algo otorgado desde un hipotético gobierno conquistado electoralmente por la izquierda, sino algo que se forja y conquista en la lucha diaria. Es ésta la que transforma a los hombres de egoístas en solidarios, la que les despierta la fe en sí mismos y los hace protagonistas de su propio destino. El hombre nuevo es el que asume, viviéndolos, los nuevos valores.
El neodespotismo ilustrado pretende levantar un edificio nuevo con ladrillos viejos; un edificio que se desmorona al faltarle el cemento de la solidaridad. El electoralismo ha propiciado que las masas hayan dejado de ser el agente transformador de la sociedad para pasar a serlo los cargos públicos. Pero éstos no han transformado nada; sólo se han transformado ellos, al asumir gradualmente los valores del sistema.
Por ello, si algún día esas masas abandonadas a su suerte, de la mano de algún iluminado o de su propia desesperación, protagonizasen algún estallido social incontrolable, los partidos de la izquierda electoralista podrían verse ante la disyuntiva de ser barridos a su paso, o ponerse al lado de los que, para salvar el sistema, disparen contra ellas.