Pablo Francescutti (Universidad Rey Juan Carlos) 
Jean  Baudrillard destaca entre los teóricos sociales que han hecho de la  ciencia ficción una práctica discursiva. Esa deuda es visible  especialmente en los textos centrados en la noción de “simulacro”, en  los que el autor reconoce la inspiración obtenida de narradores del  género como James Ballard y Philip K. Dick. El resultado es un híbrido  que combina la reflexión sociológica con los tropos y métodos de la  anticipación científica. Esta opción típicamente postmoderna ha generado  una escritura efectista que retoma la tradición diatópica moderna con  una declinación irónica y paradójica.
Las  intersecciones entre la teoría social y la ciencia ficción no  constituyen un asunto novedoso o excepcional. Numerosas obras literarias  muestran las huellas dejadas por las lucubraciones de las ciencias  sociales de su época; allí tenemos a la escritora estadounidense Ursula  LeGuin -no en vano hija de Alfred Kroeber-, valiéndose de la  antropología cultural en la urdimbre de sus mundos imaginarios; a la  psicohistoria delineada por Isaac Asimov en su trilogía Foundation  (1951-1953), tributaria de la teoría de la modernización y la fe en el  poder predictivo de las estadísticas; o a The Languages of Pao (Jack  Vance, 1957), una suerte de gedanken experiment inspirado en la  hipótesis Sapir-Whorf. La narrativa cyberpunk, por su parte, escenificó  algunas intuiciones de Marshall McLuhan (Francescutti, 2007).
Menos  frecuente es el caso inverso, vale decir, el de los pensadores sociales  que se han servido de la ciencia ficción en el entramado de sus  teorías. De esto último versa el presente texto, dedicado a examinar la  deuda de un conocido sociólogo con dos autores de ciencia ficción, cuyas  creaciones le han servido de andamios en la construcción de sus  edificios conceptuales. Me refiero a los nexos de Jean Baudrillard con  el novelista británico James Ballard y su colega el estadounidense  Philip K. Dick.
El lector avisado ya habrá notado en los escritos  de Baudrillard abundantes referencias a la anticipación científica,  desde metáforas basadas en sus tramas (Los 9.000 millones de los nombres  de Dios, el cuento de Arthur C. Clarke tomado en Contraseñas -2002:65-  de muestra de cómo reunir el máximo de información sobre el universo  puede deparar el fin del mundo), hasta un ensayo monográfico, Simulacra  et science fiction (1981), en el que se teoriza sobre la naturaleza, los  significados y la evolución histórica de la ciencia ficción. Volveremos  a ese ensayo; ahora nos centraremos en sus comentarios sobre los dos  autores mentados.
Digamos de entrada que el juicio de valor que a  Baudrillard le suscitan las creaciones de Ballard y Dick no puede ser  más encomiástico. En su prólogo a la edición francesa de la obra del  primero, Crash, la denominó “la primera gran novela del universo de la  simulación” (1981). En el citado ensayo se refirió a la novela del  segundo, The simulacra (1964), calificándola de pieza que por partida  doble sintetizaba el agotamiento de la ciencia ficción contemporánea y  el camino hacia su superación (volvería a Dick en La máscara de la  guerra -2003-, al establecer una analogía entre el argumento de la  película Minority Report, basada en otro relato suyo, y la doctrina de  la guerra preventiva acuñada por el gobierno de George Bush Jr.). En  ambos casos el género era invocado en calidad de almacén de ejemplos de  las tesis del sociólogo.
Examinemos el fundamento de su  admiración por Ballard. Del mencionado prólogo se desprende que de Crash  le atrajo la fascinación de los personajes por el accidente tecnológico  (el choque automovilístico, en particular), junto con la idea de una  erótica de la tecnología, de una sexualidad absorbida totalmente por el  universo de la simulación (nótese que el propio novelista la denominó  “la primera novela pornográfica basada en la tecnología”). En breve:  Crash le interesa por desmentir categóricamente el entendimiento  compartido por Marx y McLuhan de las máquinas como una extensión del  cuerpo, cuando no son sino la “reconstrucción letal del cuerpo”. Y,  encima de todo, por desarrollarse en un escenario que se desmarca de la  tradicional antinomia realidad/irrealidad, situándose en un plano  novedoso: la híper realidad.
¿Y qué le atrajo de Dick? Sin duda,  su obsesión por las realidades postizas de un entorno ultratecnificado y  su don para recrearlas con una lupa magnificadora. “Es un universo de  simulación, algo completamente diferente”, observa Baudrillard. “Y no es  porque Dick hable específicamente de simulacros. La ciencia ficción  siempre lo ha hecho, pero siempre mediante el doble, la replicación  artificial o la duplicación imaginaria, en tanto que aquí el doble ha  desaparecido. No hay más doble; uno está siempre en el otro mundo, otro  mundo que no es otro, sin espejos o proyecciones como medios de  reflexión. La simulación es infranqueable, insuperable, frustrante, sin  exterioridad” (traducción nuestra) (nota 1).
Observemos de pasada  que las percepciones de Dick se nutrían de un fenómeno que en los años  ‘60 perturbaba a los estadounidenses: el avance imparable de la  industria japonesa de la copia (este influjo se aprecia nítidamente en  su obra maestra, The Man in the High Castle). Con este y otros datos del  contexto, el escritor elaboró su visión del mundo, adobándola con las  creencias gnósticas vulgarizadas en los años ‘50 por Ron Hubbard, un  escritor de ciencia ficción más conocido como el fundador de la  Cienciología. La creencia en un demiurgo que teje un manto de engaño  sobre el mundo sostiene su visión de la realidad como un puro montaje  (Disneylandia, cerca de la cual residía Dick, le parecía uno de esos  despliegues ilusorios). No era el único en abrigar pensamientos de ese  tenor. Del otro lado del Atlántico y libre de cualquier traza de  misticismo, Guy Debord llegaba a conclusiones similares acerca del  espectáculo engañoso en el que se ha tornado la vida moderna.  Baudrillard toma esa idea de ambos y la convierte en la clave de bóveda  del edificio conceptual de su etapa postmoderna, inaugurada con De la  seducción (1978).
Dick, Ballard y sobre todo Borges devienen los  disparadores de su pensamiento. Bien mirado, nada de nuevo hay en el  proceder del teórico francés. Las ficciones, apuntaba Lewis Coser,  "proporcionan a los científicos sociales una plétora de materiales  sociológicamente relevantes, de multifacéticas tonalidades, el punto de  partida para la investigación y la teoría sociológica”. Así ha ocurrido  en repetidas ocasiones con la ciencia ficción, inagotable fuente de  inspiración para la teoría social. En la primera mitad del siglo XX, los  ensayos y narraciones de H. G. Wells favorecieron la eclosión de la  futurología y la prospectiva. En su segunda mitad, el espectro del Gran  Hermano convocado por George Orwell no dejaría de asediar a las ciencias  de la comunicación. En la España de los años ‘90, Jesús Ibáñez (1994)  explotaría el valor didáctico de las parábolas de la ciencia ficción en  sus lecciones de sociología del consumo. Ya en este siglo, el filósofo  Slavoj Zizek se ha sumado a quienes apelan al género en sus  disquisiciones, como evidencia su lectura de Time out of Joint de Philip  K. Dick, en la que ve la cabal ilustración de la insustancialidad del  “paraíso consumista californiano del capitalismo tardío” (2001).
Pues  bien, la originalidad del abordaje de Baudrillard radica en que, lejos  de contentarse con servirse de las narraciones futuristas como meras  piezas de demostración, subvierte por completo la relación entre el  texto sociológico y el texto ficcional. No se limita a sacar prestados  algunos volúmenes de la vasta biblioteca de la ciencia ficción; no, en  lugar de devolverlos a su sitio y seguir con otras cosas, tal como  hicieron tantos otros antes que él, se planta delante de este acervo y  lo declara obsoleto.
Para ejecutar esa tarea se apodera de una  idea que flotaba en el aire. Quizás el primero en expresarla fue  Marshall McLuhan, cuando en su análisis de la narrativa de William  Burroughs declaró: “We live science fiction” (1964). En la misma línea,  Ballard proclamó en 1971 que “todo se está tornando ciencia ficción”.  Prestando oídos, Baudrillard da un paso más largo aún y extiende el  certificado de defunción del género. ¿La causa del fallecimiento? Muerte  de éxito, a todas luces. Su Era Dorada de visiones y profecías acabó  siendo superada por las impresionantes innovaciones de un desarrollo  científico-técnico salido de madre. Desbordado por la realidad, el  género parece ya no tener nada nuevo que decir. Una afirmación que  resulta perfectamente afín al postulado postmoderno de la muerte de la  idea de mañana y del impasse de la imaginación futurista en todas sus  formas.
Baudrillard encaja su diagnóstico dentro de una  cronología del simulacro jalonada por tres órdenes sucesivos: el  utópico, propio de la Era Moderna, abocado a la creación de universos  alternos y remotos; la ciencia ficción de la primera mitad del siglo XX  (un resultado de la Revolución Industrial y el maquinismo), generadora  de universos alternos muy cercanos al nuestro; y finalmente, el  híper-real de la segunda mitad del siglo XX, pródigo en mundos  imaginarios que se confunden con la realidad sin solución de  continuidad. Ballard y Dick ocupan un lugar destacado en ese último  estadio; ellos han sabido expresar la toma de conciencia del  advenimiento del nuevo imaginario, creador de lo real a partir de lo  irreal, y no al revés, como ocurría con la utopía y la science-fiction  clásica.
En cualquier caso, el reconocimiento de los méritos de  esos narradores no suaviza el veredicto de Baudrillard: en tanto que las  fantasmagorías de la híperrealidad exceden de lejos las potencias  imaginativas de la ciencia ficción, ésta se ha vuelto redundante. La  relación entre lo real y lo imaginario se ha invertido; y lo real ha  pasado a derivarse del modelo, glosa Csicesery-Ronay, por lo que “no  queda lugar para ficciones anticipativas ni otras formas de  trascendencia” (1991:3)
No discutiremos en estas páginas lo  acertado o no del diagnóstico, tan apodíctico como todas las  generalizaciones caras a nuestro autor. Nos limitaremos a recordar que  del vasto universo de la ciencia ficción apenas se ha materializado una  pequeña parte. Sí se ha agotado una fracción de ese imaginario, una muy  vistosa, ciertamente (la ciudad-jardín encerrada en una cúpula, la  expansión humana por el Cosmos, la ingeniería planetaria, y asimismo las  fantasías más lúgubres de la Tercera Guerra Mundial y la extinción  humana). Determinadas representaciones del futuro emblemáticas de las  ideologías de los siglos XIX y XX se han gastado por completo, mientras  otras imágenes del porvenir permanecen en pie (las relativas a la  manipulación biológica y la creciente polarización de las clases  sociales), entre tanto surgen nuevas visiones ligadas a la realidad  virtual y la informática. En otras palabras: el agotamiento de ciertas  formas y contenidos del género no conlleva la caducidad del género en  sí.
Más convincente parece la idea de que, gracias a la  popularidad y eficacia persuasiva de sus recursos retóricos, el género  ha desbordado sus fronteras tradicionales y se ha diluido. Lo  comprobamos en el cine: la ciencia ficción ha dejado de ser un corriente  marginal de Serie B para convertirse en parte esencial del mainstream  Hollywood. Desde esa posición privilegiada, se ha irradiado al conjunto  del sistema de medios, pagando un precio por ello: al agigantarse su  proyección, sus contornos se difuminam y se hace dificultosa la  clasificación de películas como Peggy Sue got married (Ford Coppola,  1986), donde el viaje en el tiempo se combina con la tragicomedia  romántica. Por añadidura, la ciencia ficción ha perdido el monopolio de  la representación espectacular del novum; los videojuegos, la realidad  virtual y la animación digital, y no digamos la publicidad, le plantean  una fortísima competencia en su propio terreno.
A resultas de  todo ello, las lindes entre el género y el resto de los códigos y  narraciones audiovisuales se han desvanecido. Incluso la información  periodística se presenta codificada con arreglo a los cánones de la  ciencia ficción (fijémonos en el apocalíptico discurso relativo al  cambio climático, el emergente y lóbrego Gran Relato de la  globalización). El conjunto de los medios ha asumido la función  desfuturizadora señalada por Niklas Luhmann (1981), y en buena medida lo  ha hecho avanzando por los carrilles tendidos por los tropos de la  anticipación científica.
Del panorama expuesto se deduce que  Baudrillard no iba tan desencaminado cuando defendía que la ciencia  ficción se ha vuelto un principio interpretativo de la realidad actual.  Pero una cosa es sostener que los medios tiendan a estructurar sus  mensajes acerca de la realidad con arreglo a los códigos genéricos -una  tesis estrictamente descriptiva- y otra muy diferente, tal como  planteaba Baudrillard, es proponer que la crítica de los susodichos  mensajes se exprese mediante aquellos mismos códigos.
Con esta  proposición, Baudrillard parecía doblegarse ante una cuestión de hecho:  si la expansión de la ciencia ficción no respeta fronteras genéricas ni  epistemológicas, ¿qué le impide, después de todo, colonizar incluso la  crítica sociológica? La respuesta a la pregunta la aportó el propio  Baudrillard al convertirse en el entusiasta agente de dicha  colonización.
En uno de sus audaces golpes de efecto, tras  decretar el ocaso de la ciencia ficción, Baudrillard se postula como  sustituto y heredero del género cuyas energías se han disipado. Con  astucia, se apropia de sus estrategias cognitivas, en especial de la  extrapolación, palpable en su gusto por tomar una tendencia observable  en el presente y tensarla hasta el punto de no retorno de manera de  convertirla en la piedra basal de un sistema universal, con el objetivo  de iluminar una perspicaz comprensión de las dinámicas y significados de  la simulación. Su retórica, a la manera de la jerga de la ciencia  ficción, plagada de términos tomados sin permiso de las ciencias duras,  echa mano del léxico de la ingeniería, la física y la genética y  multiplica los usos metafóricos de los agujeros negros, la virología,  las implosiones, el principio de incertidumbre, un injerto de categorías  extrañas que sacaría de quicio a un émulo de Sokal que no se percatara  del retintín burlón y de su finalidad exclusivamente sugerente, es decir  poética.
En definitiva, la anticipación científica se vuelve el  abrevadero del segundo Baudrillard; y Ballard y Dick reemplazan a  Bataille, su primer inspirador. Confrontadas con una realidad devenida  ciencia-ficción, la teoría y el análisis se tornan la “nueva” ciencia  ficción, viene a decir Baudrillard. O, si se quiere: ya que la ficción  puede fungir de teoría, la teoría debe volverse ficción. Podemos  discutir largamente si las fronteras entre realidad y simulacro se han  borrado y en qué medida, pero no cabe duda que autores como Baudrillard  sí han conseguido borrar los confines entre ciencia ficción y ensayo. Su  prosa sintomatiza ese borramiento: el agente provocador, en el papel de  escritor de género, empuja las hipótesis al máximo y tensa en grado  enervante los casos particulares, produciendo los “efectos especiales de  escritura” apuntados por Jorge Lozano (1997:19).
Ciertamente, no  ha sido el único teórico en tirar por esa vía; en el ala postmoderna  del feminismo tenemos las experiencias afines del Manifiesto Cyborg  (1985) y Primate Visions (1989) de Donna Haraway, un maridaje de ciencia  ficción y teoría feminista; en el área de sociología, figuras como  William Bogard gustan describir su propio trabajo como “social science  fiction” (1996: 5-25). Pero Baudrillard fue el único en obtener el  feed-back del mundillo de la ciencia ficción, que hoy se mira en su  teoría ficción como en un espejo reflexivo. Los cyberpunks Bruce  Sterling y William Gibson le consideran uno de los suyos. El homenaje  riza el rizo en la película Matrix (1999), cuando el hacker Morfeo le  espeta a Neo: “Bienvenido al desierto de lo real”, antes de esconder los  dólares en un ejemplar de Simulacra and Simulations (en realidad, el  simulacro de un libro, pues se trata de una caja disimulada), la obra en  donde precisamente se encuentra la teoría de aquel sobre la ciencia  ficción (nota 2).
Homenajes de ese tipo encierran un riesgo  consabido: el de la apropiación/banalización/distorsión de su crítica a  manos de las insaciables industrias culturales. El vedettismo mediático  entraña peligros de esa clase, ciertamente; pero prefiero detenerme en  un aspecto poco tratado de la obra de Baudrillard: su profundo hálito  distópico. Me explico: si, siguiendo a Giddens, vemos en la  postmodernidad una radicalización de las premisas de la modernidad, no  nos costará detectar en algunas de las figuras hiperbólicas del  posmoderno Baudrillard la exacerbación de los leit-motiven de la ciencia  ficción moderna (los efectos adversos de la comunicación total, el  avasallamiento técnico del mundo de la vida, el poder manipulador de las  tecnologías de la información, entre otros), aunque eso sí,  sustituyendo la pretensión crítica por la ironía y la paradoja.
Tales  razones le hacen acreedor al título de último anti-utopista del siglo  XX, el heredero del linaje de H.G. Wells, Zamiatin y Orwell. Afirmar que  las utopías se han cumplido con resultados nefastos, tal como hace en  su balance anticipado del año 2000 (1993), le posiciona automáticamente  en la estela de quienes, medio siglo antes, levantaron un acta  deprimente de la concreción de los planes de los utopógrafos bajo la  forma de sociedades totalitarias o autodenominadas “libres”. Baudrillard  retorna sobre ese tema y enfoca sus herramientas analíticas menos en el  hardware de los siniestros mundos perfectos, que en el deletéreo efecto  seductor de las tecnologías de la comunicación, en los viciados goces  inducidos por las máquinas de la visión, en la autonomía demencial  adquirida por los demiurgos mediáticos.
Necesitado de renovadas  dianas para sus ataques, el discurso anti-utópico requería una  actualización. Ya no resultaba admisible el tosco dispositivo de  videovigilancia expuesto en 1984 -tan rudimentario que al vigilado le  bastaba cambiar de habitación para sustraerse a su mirada. Baudrillard  se encarga de ello y pinta con deslumbrantes pinceladas novedosas formas  de control social, tan transformadas que ya no les cabe siquiera el  término “control” (lo certifica la distancia que separa al panóptico de  1984 del irrisorio Gran Hermano de la tele-realidad). Irónicas y  desencantadas, sus anti-utopías ofrecen un contrapunto ensayístico a la  ciencia ficción “post-apocalíptica o post-nuclear” surgida a fines de la  Guerra Fría (Brians, 1980): la catástrofe se ha producido y urge tomar  conciencia de que seguimos vivos y cool, pero no por eso más libres.
En  sus textos, al igual que en las utopías, se trata de hacer la crítica  del presente; pero, en lugar de practicarla desde el mirador de una isla  o un futuro hipotético, Baudrillard la ejerció en el mismísimo aquí y  ahora, alzando en su seno un “presente alterno”: un mundo feliz con aire  acondicionado, pantallas, telemandos y, envolviéndolo todo, la  transparencia total en la que el cine de Serie B nos enseñó a distinguir  el signo de la mayor opacidad. A este presente deplorable le opone la  utopía de lo real, a sabiendas de que es algo perdido de manera  irrecuperable.
Operando de ese modo, Baudrillard fecundó a la  sociología, la antropología, la filosofía, con la creatividad ilimitada  de la ciencia ficción. Del apareamiento nacieron ficciones sociales  singularmente capacitadas para captar conexiones esquivas al pensamiento  social clásico. El procedimiento aparejaba una pérdida de  “objetividad”, lo cual le hizo merecedor del anatema lanzado  preceptivamente contra quienes implosionan las distinciones entre el  ensayo y las ciencias sociales.
Hoy, en pleno reflujo de la  marejada postmoderna, la tentación de arrojar esta sociología de ciencia  ficción al arcón de los textos inclasificables se acrecienta por  momentos. Así, Kellner aduce que, “si bien los textos de Baudrillard son  muy buena ciencia ficción resultan bastante problemáticos como modelos  de teoría social” (1989). Otros, menos condescendientes, los tachan sin  tapujos de “simulación de la teoría”.
A mi modo de ver, echar por  la borda esa buena ciencia ficción trufada de mala teoría social no  tendría más que un efecto empobrecedor. No hace falta suscribir la  confusión de géneros cultivada por los postmodernos ni defender la  equivalencia entre arte y ciencias sociales para tomar el legado de  Baudrillard con beneficio de inventario. Quizás lleve arazón Kellner y  no haya en él “modelos” aplicables. Sin embargo, y a falta de un  utillaje conceptual mejor dotado para interpretar ciertos fenómenos de  la semiosfera actual (la inflación sígnica, los pseudo-conflictos, la  ilusión de la transparencia, el culto rutinario al Apocalipsis….), la  mirada distópica que irradian sus textos seguirá proyectando sobre lo  que nos circunda una luz más reveladora que muchas pequisas empíricas  que salen de nuestras universidades. Como ha hecho siempre la mejor  literatura.
NOTAS:
[1] El ensayo Simulacra and science-fiction  se encuentra disponible en Internet en:  http://www.depauw.edu/sfs/backissues/55/baudrillard55art.htm, consultado  el 12 de febrero de 2010
[2] R. Burrows vislumbra en el cyberpunk  una forma de teoría social. Véase su texto Cyberpunk as social theory,  en S. Westwood & J. Williams (eds). Imagining Cities, London:  Routledge, 1997:235-48.
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© Pablo Francescutti 2011
Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid
